Epílogo para Ghaneantes

En Ghana las palabras fluían solas. Las historias se sucedían una tras otra. Los dedos querían ser más rápidos que la cabeza. Quizás porque allí cada minuto de electricidad cuenta. Un corte de luz te deja a oscuras durante un tiempo indeterminado. Una hora, dos o diez. Nunca lo sabes. O porque todo lo que te rodea es nuevo y quieres contar con pelos y señales lo que ves. O porque te sientes solo y no tienes muchas alternativas para pasar el rato. O porque te reencuentras contigo mismo cada vez que escribes y eso te ayuda a asimilar lo que vives.

Mi amiga Laura Pitson ha traducido al inglés -la interpretación que ha hecho de algunas expresiones castizas en la lengua de Shakespeare es realmente genial- para mis vecinos ghaneses los posts más relevantes de este blog que hoy termina. Y allí quedaron, como un regalo y una huella más de nuestra estancia, junto a las fotos que repartimos el último día entre los niños y niñas de Futuenya o, claro está, junto al resultado de los proyectos que nos llevaron a un lugar tan alejado de casa en la desembocadura del río Volta.

Despedida emotiva

El hospital Dangme East District cuenta ya con un fisioterapeuta local y con un nuevo voluntario internacional que estará al menos seis meses allí, Simon. El Dr. Philip le entregó a Elena un diploma que reconoce, con toda la ceremoniosidad africana, su esfuerzo y su labor durante este último año. Tuvimos una linda cena de despedida al más puro estilo ghanés; es decir, una cena en la que sólo comimos nosotros. El resto de invitados, la jefa de enfermeras, su hija, uno de los administradores y nuestro inseparable Albert habían venido cenados. Que nadie se alarme. Pidieron un take away con la comida para luego y, en un alarde de cortesía europea, un plato para compartir entre todos mientras nosotros devoramos nuestra última tilapia.

Radio Ada continúa sus emisiones con las novedades de un ordenador, Internet y una estructura profesional para sus informativos, así como un acuerdo verbal para recibir estudiantes españoles en prácticas de la Universidad Complutense en los próximos meses. Yo también me traigo un título debajo del brazo, el del extranjero que más tiempo ha pasado en la emisora. Un orgullo, oigan. “Angelo es más que un hermano para nosotros”, soltó el capullo de Daniel cuando me dijeron adiós y me emocioné.

El mismo día que regresamos a Madrid, el 28 de agosto, arrancó el curso en la escuela comunitaria internacional de Anyakpor, la que hemos construido con el apoyo de ustedes y de tantas personas locales.

Un profesor de la universidad regional y el responsable de los servicios sociales de Ada Foah acudieron a nuestra despedida de la comunidad y a oficializar, junto al Pastor James, David Ahadzie y tantos otros amigos, la puesta de largo de la escuelita.

El chamizo que visitamos en noviembre de 2011 se ha transformado, unos cuantos meses después, en tres clases con capacidad para más de 100 alumnos -empezamos con 97 pero este año se han apuntado 105- repartidos en al menos cinco niveles -las aulas se pueden desdoblar-, bancos y mesas estándares, libros adaptados a las exigencias del gobierno, material escolar digno y hasta una cocina-almacén para que el alumnado almuerce y los cuatro profesores guarden los enseres. En nuestro último día, celebramos la espagueti party” con padres, alumnos, autoridades y miembros de la comunidad.

 Contradicciones

Ghana es un buen lugar para tener una experiencia real de África. Es un país pacífico, estable, democrático y tiene ciertos atractivos, pero sobre todo destacan la amabilidad y capacidad de adaptación de sus gentes frente a unas condiciones hostiles. No es un lugar turístico con el que quedarse boquiabierto si uno busca los clichés habituales que se tienen sobre este continente. Los parques naturales son escasos y con pocos animales.

En Ghana hace un calor del carajo durante casi todo el año. En enero acontece el harmattan, un polvo subsahariano que impide la visibilidad. Y durante el verano europeo, las lluvias son torrenciales. Sin embargo, como el cambio climático también se siente por estas latitudes, el harmattan que tuvimos no fue más que una niebla terrosa que no nos afectó demasiado. Y las lluvias no fueron tan aparatosas como pensábamos. Aunque esto, como todo, depende de a quién le pregunten. Al norte, en Tamale, las mismas lluvias en el mismo período inundaron la ciudad y arrasaron numerosos hogares. Y en diversos puntos del país, incluida la capital, Acra, provocaron un brote de cólera que se cobró más de 60 vidas. 

Hoy escribo desde nuestra casa en Madrid, rodeado de lujos cotidianos: sofá, televisión, agua caliente, luz sin cortes y cuantas cosas puedan disponer la mayoría de ustedes. Miren a su alrededor y probablemente sabrán de lo que hablo. Pero sigo con la vista puesta en Ada. Algunos de estos lujos los añoraba en África, pero ahora no me parecen tan importantes.

Confieso que en las últimas semanas tenía ganas de regresar a España. Sentía que habíamos cumplido nuestra etapa allí y tenía la agradable sensación del deber cumplido. Los proyectos han terminado y tienen asegurada su continuidad. Y nos traemos de regalo una experiencia de vida irrepetible. No se puede pedir más.

Pero ahora, después de ver a la familia y a los amigos, entran en juego las dudas. ¿Ustedes se han parado a pensar en serio cómo vivimos?

El engaño del primer mundo

Desde nuestra ventana en Madrid, se intuyen las torres y edificios más altos de la Plaza de España. Desde nuestra ventana en Ada, se veía la realidad de Ghana. Al menos tres familias durmiendo bajo techos de hoja de palma. “Me duele mucho que os vayáis”, aseguró Daddy, el hombre de 60 años que tiene 13 hijos y que lleva toda la vida levantándose al alba con una preocupación prioritaria: alimentar a su prole. Le daba pena que nos fuéramos. Nos sentamos en un espacio intermedio entre su chabola y nuestra casa y le invitamos a una cerveza. Se la bebió de un trago, como siempre ocurre allí. Nos envolvió una enorme tristeza. Fue la última vez que nos vimos.

Hay un mundo más humano que late en las aldeas de África y es una suerte haberlo compartido. Hay además un entusiasmo vital que las personas te contagian a diario: con su sonrisa, su saludo o su forma de ser. Se palpa una alegría innata, una celebración de lo cotidiano, un agradecimiento simplemente por estar vivo, por disfrutar del sol, de caminar por la arena o de conversar con una persona conocida. En Ghana no hace falta hacer nada especial para sentirse contento y es prácticamente un deber transmitírselo a quienes te rodean. Además, en África uno percibe una convicción enorme en sus posibilidades, una sensación de que todo es posible y una energía impresionante para sacar fuerzas de flaqueza y hacer los proyectos realidad. Sí, en África, tus límites quedan cada vez más lejos y él afán de superación es constante y diario. Nunca había sentido algo parecido.

Por eso, no sé cuándo sobrevino el engaño. No sé cuándo dejamos en Europa que nos extirparan la humanidad. Supongo que fue cuando nos pusieron delante tantos objetos innecesarios que hemos convertido en soporte de nuestra felicidad.

Estamos de mudanza y eso siempre representa una buena oportunidad para ver cuántas cosas tenemos y cuántas no utilizamos. Es una rayada ver una televisión que parece una pantalla de cine, un sofá en el que caben dos personas tumbadas, tantas camisas ordenadas en el armario o tantos pares de zapatos, botas o sandalias, por citar sólo ejemplos vanos. Tenemos de todo y queremos más. El consumo se ha convertido en nuestra seña de identidad.

Hay una parte de la que somos responsables y toca asumirla. Nadie nos obliga estrictamente a tener tantas cosas. Y otra parte de culpa la tiene el entorno que nos rodea y al que nos cuesta enfrentarnos, ya sea por cobardía o por pereza.

Estamos a las puertas del otoño, en la vuelta al «cole», en la semana fantástica de unos Grandes Almacenes y dentro de muy poco en Navidad. Le tengo pánico a esa época del año. El ejemplo más claro y manifiesto de nuestra sociedad enferma. ¿Y entonces qué? ¿Nos acordaremos de cómo viven y cómo van a festejar esas fiestas tan entrañables, por ejemplo, Josaya, Forgive, Mesi, Do, Perpetua o tantos niños y niñas que han formado parte de nuestra vida en el último año?

Volver o no volver

Sí, me gustaría volver algún día a Ada para ver cómo están las cosas por allí y cómo siguen nuestros proyectos en la zona, y para saludar a los amigos, pero no querría volver a vivir allí, al menos de momento.

No contaba con encontrarme una influencia religiosa tan opresiva. En España, se presenta a menudo a los países musulmanes como lugares en los que las personas viven sometidas a una religión anclada en el pasado y restrictiva. Las mujeres llevan burkas por imposición y la religión les empequeñece reduciendo su condición a la de siervos y siervas, según la imagen que desprenden muchos medios de comunicación. Pero nadie habla de los lugares donde la religión cristiana -en el caso del sur de Ghana, en sus múltiples versiones: pentescosteses, metodistas, adventistas, evangelistas, baptistas, romanos…- condiciona de manera radical la vida de las personas.

Ada Foah, nuestro pueblo, es uno de ellos. Me ha dolido ver cerrada todo el año la biblioteca pública. Sólo circula un libro: la Biblia; y, si acaso, los comentarios que de ella escriben pastores, reverendos y otras autoridades religiosas, que reparten en fotocopias entre las pocas personas que saben leer.

 He visto muchas tardes cómo numerosos vecinos se reunían en una habitación a dar vueltas con los ojos cerrados gritando sus pecados en un ritual sin pies ni cabeza que duraba horas. He conocido cómo proliferan los campamentos para rezar a Jesucristo, donde las personas humildes llevan a sus hijos antes que al médico con la esperanza de que su Dios y no la medicina le salven de una diarrea o una neumonía, enfermedades que ahora mismo se curan gratuitamente en cualquier hospital de Ghana. He sabido que se practican exorcismos, que se confiscan algunos bienes de los fieles, que se promueve tener hijos en familias que no pueden mantenerlos y que se estigmatiza y amenaza desde los púlpitos a homosexuales y lesbianas.

Una influencia tan brutal de la religión me parece perniciosa para las personas, sobre todo para aquellas más pobres -el 80% en nuestro pueblo- que no tienen armas para defenderse. Internet, la televisión o cualquier forma de recibir información y abrirse al mundo -a excepción de Radio Ada– es inaccesible para la gente corriente. El aislamiento es casi total. Y por tanto, la manipulación que se ejerce sobre las personas es abrumadora.

Por otra parte, esa influencia cristiana también tiene efectos positivos, y quizás por ahí empieza su aceptación entre las personas locales. Puede que la alegría y el optimismo que comentaba unos párrafos más atrás tengan su origen en las creencias religiosas. No lo śe, pregunten a los antropólogos. Los hechos son que las personas en Ghana tienen perfectamente asumido que están en este mundo de paso, que no han venido aquí para estar tristes y que el día que mueran irán a otro lugar mucho mejor. Se aprecia con nitidez en cómo viven la vida… y la muerte. Allí morirse es una celebración que dura varios días y empeña a las familias como en la mejor de las bodas españolas. Una lección interesante.

Igualmente, es positivo ver cómo algunos pastores están verdaderamente involucrados en solucionar los problemas de sus comunidades, sobre todo aquellos relacionados con la educación. He trabajado codo con codo con uno de ellos durante meses -no hay otra manera de implicarse socialmente en un proyecto en Ada- y no tengo dudas de que el Pastor James es una persona volcada en su rebaño, que trabaja para él y que lo hace sin obtener otro beneficio que la Gracia de Dios.

Para mí, que creo en una sociedad laica a pesar de haber sido educado en la tradición cristiana, la vida diaria condicionada por la omnipresencia de la religión -afecta al ocio, a la cultura y a las relaciones humanas me resulta tremendamente aburrida. Además me despierta muchas reticencias la hipocresía que en muchos casos he observado. Como en todas las sociedades -la española era o es ejemplo de esto- donde se impone una religión, también hay resquicios para no seguir sus preceptos, aunque sea a hurtadillas o haciendo la vista gorda. Asuntos como el sexo fuera del matrimonio, el abuso del alcohol o las mentiras piadosas -deportes nacionales en Ghana– son ejemplos claros.

La alternativa a esa vida marcada por la influencia religiosa en los pueblos pequeños es la maravillosa burbuja en la que se refugian los expatriados y sus familias en los barrios residenciales de las ciudades, donde el lujo y los privilegios son constantes. Ustedes perdonen, pero tampoco me convence. No fuimos a África a vivir como ricos, a explotar los recursos naturales o a hacer negocios. Tampoco fuimos a convertirnos en nuevos yuppies de la cooperación. Fuimos a hacer un voluntariado internacional, a descubrir otra cultura y a crecer como personas. Y eso lo hemos conseguido, con mucho esfuerzo, pero lo hemos logrado. Por eso estamos satisfechos y agradecidos.

Con todo, a pesar de las contradicciones y de algunos malos ratos, mi pasión por África sigue viva, mi profundo respeto e interés por otras costumbres también -sobre todo por aquellas más tradicionales y que poco a poco se van perdiendo-; y mis ganas de regresar a este continente olvidado en busca de nuevas historias que contar, más preparado, están renovadas. Porque, África, aunque no queramos escucharlo en la Europa rica -por mucha crisis que haya-, llama con fuerza.

PD. Por cierto, ¿saben qué ocurre cuando cambias las comodidades de Madrid por las incertidumbres de vivir en Ghana? Que te adaptas. Tardas más o menos, pero te acabas adaptando y eres capaz de vivir -a veces feliz, a veces no tanto- de forma totalmente distinta a como lo habías hecho antes. Atrévanse a probarlo. No les dejará indiferentes.
Muchas gracias por acompañarnos en este camino. Voy a echarles de menos. Hasta siempre.


Ka che mu Ke Lomo-Tetteh

Me llamo Lomo Tetteh. Es mi nombre en Dangme, la lengua que se habla en Ada. Elena es Lomo-Kie Maku. A ambos nos bautizó Mamma Ruth, la persona que más ha cuidado de nosotros durante los meses que hemos pasado aquí. Nos dio el nombre de su grupo étnico y nos ha acogido en su casa cada vez que hemos necesitado algo. Por suerte, en el grupo Lomo ya no se marca a sus miembros con pequeños cortes de cuchilla en ambas mejillas, una práctica ancestral que otros clanes siguen practicando para identificarse.

La primera semana de agosto todas las comunidades de Ada, con sus chiefs al frente se dieron cita en Big Ada para recordar la travesía que sus antepasados emprendieron hace siglos -imposible precisarlo- desde Sudán hasta la desembocadura del río Volta y alrededores, el lugar que este colectivo habita en la actualidad. Es lo que se conoce como festival Asafotu.

Pocas semanas después de llegar, en noviembre, asistimos a otro festival en la ciudad vecina de Keta. Ahora nos vamos de este país con el de nuestro pueblo. Al final son círculos que se cierran. También, cuando llegamos, celebramos mi 36 cumpleaños y ahora, que es momento de plegar las velas, acabamos de tirar de las orejas a Elena por sus 31 recién estrenados.

Como siempre ocurre en Ada, nadie sabe cuándo ni dónde empiezan los actos -o todo el mundo tiene y mantiene su propia opinión al respecto-, a pesar de que sea el acontecimiento cultural más importante del año y lleven meses preparándolo.

Da rabia marcharse ahora, justo cuando empezamos a comprender cómo funciona todo aquí, cuáles son los mecanismos mentales de la gente; incluso sabemos cuándo se puede confiar o no en alguien independientemente de las palabras que esté diciendo. Sabemos también cómo hacer las preguntas adecuadas para obtener respuestas que ofrezcan información útil y muchos otros trucos de andar por casa que hacen la vida más fácil. Ahora que estamos aprendiendo a manejarnos aquí, toca regresar. Contradicciones de las experiencias cortas en el extranjero.

Radio Ada, la fuente

El único lugar donde la información fluye y es creíble según los estándares europeos es Radio Ada y allí nos dirigimos el viernes en el que se inicia el festival. El pueblo, como el resto del país, se encuentra consternado por la muerte del presidente Atta Mills. Ocurrió el 24 de julio y todo apunta a que un cáncer de garganta acabó con su vida.

En los últimos días, se han desatado todo tipo de teorías, incluso las conspiratorias, y es que la salud del presidente ha estado en el candelero durante sus casi cuatro años de mandato. Él mismo tuvo que desmentir en dos ocasiones anteriores su propia muerte. Y también en los últimos meses fueron frecuentes sus viajes a Estados Unidos para tratarse una enfermedad no desvelada a la opinión pública.

La transición, por otra parte, ha sido pacífica, y John Dramani Mahama -vecino de fin de semana de Ada, por cierto- ha accedido al poder desde la vicepresidencia. Un ejemplo de democracia y de la apuesta de la gente de Ghana por la paz y la estabilidad, más necesarias que nunca en un entorno convulso. Habrá elecciones presidenciales en diciembre y, según todas las apuestas, Mahama ganará. Esta situación contrasta con lo que se está viviendo en Nigeria, donde los atentados de Boko Haram, radicales islámicos, siembran el terror y el caos en el país semana tras semana. O en Malí, inmerso desde hace meses en un conflicto que ha dividido el país, con radicales islámicos y tuareg levantados en armas frente a un gobierno de concentración nacional en Bamako. O con la inestabilidad de Costa de Marfil e incluso el movimiento de indignación que en Togo despierta contra los abusos de una familia presidencial que, bajo el paraguas de una pseudodemocracia, lleva casi 50 años al frente del país.

De todo esto hablamos en Radio Ada con Belinda, nuestra analista política. Llegó hace pocos meses y tiene una brillante carrera por delante. Igual que Laetitia o Nora, de continuidad, o mi núcleo duro de Informativos: Guideon, Daniel y Peter; así como Frida, Jakob, David o Charles; y los responsables del cotarro Kofi, Isaac, Emily o Angelica; y tantas personas que se quedarán para siempre en mi memoria. Me siento orgulloso de haber compartido tantos momentos con ellos.

Todos al río

El festival arranca con la llegada simbólica de los chiefs en canoa por el río Volta. Hay mucha expectación en el embarcadero de Big Ada, pero alguien anuncia que los jefes han decidido, en esta ocasión, hacer el recorrido andando y no por el agua, como es costumbre, en señal de respeto por la muerte de Atta Mills.

Nos desplazamos en tropel a la carretera y encontramos a los primeros chiefs y sus comitivas, vestidos con los colores funerarios solemnes en este país: el rojo y el negro.

Los grupos se parecen a las charangas que en España se juntan durante las fiestas populares. Visten los trajes tradicionales, lucen máscaras y símbolos tribales con orgullo, beben vino de palma en recipientes de calabaza y avanzan danzando al ritmo que marcan los timbales.

La sensación de caos es impresionante. No se ha cortado el tráfico en la única carretera que hay y el enjambre de personas, jefes, coches y tro-tros es tremendo.

El ruido también es ensordecedor y Michael, el hijo menor de nuestro casero, Mr Nartey, agarra con fuerza mi mano. Tiene 12 años recién cumplidos y es la primera vez que asiste a los festejos de su pueblo. Su padre nos lo ha confiado y nos abrimos paso, como podemos, entre el gentío. Elena y Jota hacen fotos hasta que sus dedos índices se contracturan.

Entre los personajes que aparecen entre la masa -miles de personas apretujadas en apenas 100 por 50 metros- destaca Gadafi, el primer lugarteniente del capitán Fadhi, nuestro curioso amigo. Gadafi marcha y baila con su comunidad. Seguirá haciéndolo durante toda la semana o durante todo el año. Es un hombre incansable -cruzó la frontera de los 50 hace tiempo- al que he visto sobrio en escasas ocasiones.

También nos encontramos con Albert, el enfermero que ayuda a Elena en el hospital, y a su hermano Jonathan, de 13 años, que se dio su primer baño en las aguas del Volta conmigo. Desde entonces nos une un vínculo especial. Durante el festival le juntaremos con Michael y los llevaremos otra vez a disfrutar del agua dulce. Gracias a Jota, protagonizaremos una batalla de dragones en la parte menos profunda del Volta, para regocijo de los pequeños y sorpresa de los adultos.

Junto a los juzgados, topamos con Mónica, una alemana de mediana edad que decidió dejarlo todo y recorrer el mundo hace décadas. Llegó a Ghana hace 12 años y se casó con Clemens, un rastafari con varios hijos a su cargo. Regentan un bar en Ada y viven dentro de una nube verde. Nos encontramos algunas veces y recuerdo que brindamos juntos por la Eurocopa que conquistó la selección española en junio pasado. Siempre están dispuestos a brindar, por lo que sea, y a encender otro cigarro.

Los chiefs siguen con su desfile y sus ritos. Se dirigen al río para realizar una ofrenda. Cada poco tiempo se detienen. Alguien baila para ellos, canta una canción o recita una oración. Podría parecerse a las saetas que se cantan durante las procesiones de semana santa en España, salvando todas las distancias, si es que eso puede hacerse. Tras un par de horas bajo un sol que amenaza, una vez más, con derretirnos, decidimos enfilar el camino de vuelta a casa. Recorremos andando casi cinco kilómetros comiendo el polvo que desprende la carretera tras el paso apresurado de vehículos.

Noche de fiesta

Ha caído la noche cuando volvemos a la calle. Los puestos ambulantes y la población de Ada Foah se han multiplicado por cuatro y el ambiente es parecido a los sanfermines o cualquier otra fiesta popular de nuestra tierra. En esto nos parecemos bastante. Miles de personas bebiendo, cantando, bailando y disfrutando. Cada poco tiempo, la luz se va. Demasiados bafles conectados a la vez. Todo el mundo pincha música al aire libre. Alcanzamos a ver al capitán Fadhi. Parece que se quedará 15 años dragando arena del Volta y ha decidido establecerse en tierra. Además del barco, ahora tiene casa propia y regenta un bar en la calle principal de Ada. Tiene previsto convertirlo en una pizzería, hacer una pista de baile e instalar luces de colores. De momento, es un chamizo con tres mesas al aire libre. Allí nos sentamos y, nada más aposentarnos, coloca una garrafa de cinco litros de vino tinto italiano para nuestro deleite.

Compartimos mesa con George, su inseparable guardaespaldas. Nos acompaña también una pareja española, Jon y Ángeles, que ha caído por casualidad en Mizpah, después de viajar durante unas semanas por Ghana. La camaradería se instala entre nosotros y seguimos la farra hasta casi el amanecer. Jota tira de galones, se arranca con unos pasos de samba y al trote cochinero demuestra que es verdad que hubo un tiempo en el que vivió en Brasil. El capitán pone salsa y música aflamencada por nuestra presencia. Elena también se echa unos bailes. Me recuerda a la noche que compartimos en este escenario con Elisa, Carlos e Inma. Las mismas canciones, los mismos ritmos  y una juerga peluda que nos pasará factura el resto de días.

Cordero a la brasa

Abandonamos la cama, como podemos, en la mañana del sábado y nos dirigimos al parque de Big Ada, donde se celebran más ofrendas por parte de los chiefs y el acto central del festival. Hay danzas tradicionales, ritos ancestrales, muestras de respeto, discursos variopintos, lágrimas sinceras y ruegos por el fallecimiento de Mills. Como es lógico, también hay mucha presencia religiosa y de autoridades civiles, pero me llaman la atención unas personas -especie de alguaciles– que disparan tiros al aire -con escopetas de hace un siglo- para señalar cada cambio de tercio.

Participamos de los festejos, en mitad del parque, hasta que los petardazos empiezan a sonar cada vez más cerca. Me asusta un poco ver los tragos de ginebra que dan los pistoleros y decidimos retirarnos para ver los toros desde la barrera. Radio Ada tiene un tenderete especial para observar el espectáculo. Allí nos instalamos hasta que el calor se hace insoportable y decidimos ponernos a remojo en la playa.

Llamo a Winfred, gerente del Maranatha beach camp, para que nos envíe una canoa al embarcadero de Ada Foah. Hoy comeremos cordero con el capitán y con Fufu, un libanés simpático y cuarentón que es un auténtico showman. Llegó hace unos meses y se ha convertido en el primer ayudante de Fadhi. Sólo habla árabe pero nos tenemos un cariño especial. No nos entendemos pero a veces me llama por teléfono y tenemos extrañas conversaciones. Qué quieren que les diga. Estas cosas pasan.

Discutimos sobre el punto del cordero largamente y nos lo trapiñamos cuando cae el sol, como manda el Ramadán.

A la fiesta se une Abdala, el hombre de las galletas de Acra, y otros tipos de negocios libaneses.

El Maranatha también respira fiesta y las mesas se llenan con visitantes y personas locales con ganas de marcha.

Acostumbrados a la soledad y al aburrimiento, es como si hubiéramos cambiado nuestro pueblo por Las Vegas. Es una sensación que nos acompañará durante toda la semana.

Antes de comer, Elena recibe una llamada perdida de Reuben, nuestro taxista amigo con el que rompimos relaciones después de que dejara tirados a Ana y Rafa en su viaje hacia el aeropuerto, tras nuestra boda. Es festival y todo se perdona. Reuben hizo buenas migas con Lola y Alfredo y contaron Su historia en el reportaje sobre Ghana, que publicó El País. Volvió a trabajar para los amigos de Mallorca. Probablemente, el éxito se le subió a la cabeza. Espero que haya aprendido la lección. La confianza cuesta mucho tiempo en forjarse y muy poco en tirarse por la borda. Ocurre en todas partes y es clave para su negocio; y para las amistades.

Cuando damos cuenta del cordero, decidimos retirarnos. Será la última vez que naveguemos el Volta de noche.

Antes de atracar en Ada Foah , vemos luz en casa de Bryan Harris, nuestro mecenas británico y pasamos a despedirnos. Tomamos un vino blanco y Jota alucina con el personaje. Prácticamente, hay que arrancarle del camarote marinero en el que Bryan ha convertido su salón. No veíamos al inglés desde hace unas semanas, cuando organizó una barbacoa en la playa con su familia y Marco, un Robinson canario con más de media vida en Ada. Ambos son compañeros de pesca.

Highlife en vena

Los festivales aquí se celebran sin descanso y con los decibelios a todo trapo. Azonto, Anaconda, An african thing y Chop my money, así como otros grandes éxitos del highlife en Ghana suenan una vez tras otra hasta que tú mismo interiorizas los ritmos y las letras de las canciones y te pones a bailar y a cantar como un poseso. Es como un mantra. Creo que habré escuchado los mismos temas miles de veces.

La fiesta nunca se detiene en el pueblo y los personajes seguirán pasando delante de nuestras narices en las horas y días sucesivos. Es una buena oportunidad para despedirnos. A muchos no volveremos a verlos.

Coincidimos con Enok, el currante de Internet y capitán del Ada Fútbol Club. Se toma una Guinnes embotellada con nosotros. Esta cerveza es muy popular en Ghana y otros países de África Occidental quizá porque representa el black power. Enok heredará mis botas de fútbol y mis aparejos de portero.

Los únicos a los que echamos de menos en estas juergas son a David y al Pastor James, artífices de la escuelita de Anyakpor.

Con ellos tenemos una cita dentro de pocos días. Será cuando nos despidamos de nuestro sueño compartido de Anyakpor. Está terminada la cocina, con las últimas donaciones que llegaron desde España, y celebraremos una fiesta con toda la comunidad, los servicios sociales y todas las personas implicadas en el proyecto.

Ahí invertiremos los últimos euros que nos quedan. Las personas con las que festejaremos nuestra despedida son las mismas que ven siempre las celebraciones desde fuera, nunca les sobra un cedi para pagar la entrada del night club Rubstone o para tomarse una cerveza con los amigos. Esta vez, como en el día de nuestra boda, serán protagonistas. Es nuestra forma de decirles OPENON, GRACIAS. Os vamos a extrañar mucho.


Carretera y saco sábana en Benín

Es martes por la tarde, sobre las 18h, y estamos atascados en Liberation Road, la principal avenida de Acra. Vamos hacia el aeropuerto. Jota inaugura el vuelo de Iberia que conecta Madrid con la capital de Ghana en apenas seis horas. Es el último visitante y con él nos iremos de luna de miel.

Si hace años alguien me hubiera dicho que iba a pasar mi luna de miel con un señor de Guadalajara, con barba, entrado en los 40 -aunque en forma- y de pitillo sempiterno pegado a los labios, me hubiera partido de risa.

Sin embargo, así ha sido y estamos felices de haber compartido esta experiencia con tan buen compañero de viaje.

Además, se maneja perfectamente en francés y sus conocimientos han sido de una utilidad tremenda.

Jota llega justo a tiempo, cuando más necesitamos un poco de carretera, salir de la rutina y que África vuelva a conquistarnos. Estamos apurando nuestra estancia aquí y queremos despedirnos con el mejor sabor de boca posible.

Tranquilidad tensa en Lomé

Entrar en Togo por carretera me gusta. Es la tercera vez que lo hacemos. Pasamos la frontera de Aflao sin problemas y sin que nos pidan regalos ni unos ni otros agentes de aduanas. Es un triunfo y creo ver un atisbo de esperanza. Así da gusto.

Justo después de la barrera nos encontramos con un músico del sur de Burkina Faso, un muchacho al que conocimos en un lodge de Keta, apenas a una hora de aquí en el lado de Ghana. Hace música tradicional, alejado del highlife, e intenta que la cultura que sus padres le transmitieron no se pierda. Hoy no ha traído los instrumentos para hacer Fra Fra pero nos dice que pronto volverá a actuar en Acra. Viene a Lomé de fiesta y es que esta es una ciudad alegre, con mucha vida cultural.

La Embajada española desaconseja la visita a Lomé en estas fechas. Ha habido disturbios recientemente, motivados por la represión policial de unas manifestaciones, y se esperan más problemas para los próximos fines de semana. Parece que ha prendido la llama de la indignación y la ciudadanía ha dicho basta a 50 años de simulacro de democracia, en un lugar donde la misma familia lleva gobernando prácticamente desde los años de la independencia. Primero, el padre; luego el hijo. Así es difícil avanzar. Ya saben lo que ocurre en cualquier lugar del mundo cuando el mismo  gobierno permanece tantos años en el poder.

A pesar de esas informaciones, en Lomé parece que está todo tranquilo. En fin, todo lo tranquila que puede estar esta ciudad. Me refiero a que se respira el caos habitual. Miles de motos que no respetan las normas de circulación, decenas de camiones que cruzan por el Bulevar de la Marina en un trasiego constante de Lagos a Abiyán, cientos de tro-tros y taxis cargando y descargando viajeros y fardos de equipaje y alimentos, y muchas, muchas personas paseando, comprando, buscándose la vida. Son apenas las 12 de la mañana y Lomé hierve de actividad. Los policías y los militares, por fortuna, pierden el tiempo en sus comisarías y cuarteles.

Pasamos un día agradable y callejero. Nos damos un capricho de queso y vino tras encontrar estos productos en oferta en un supermercado libanés. De vuelta a nuestro hotel fetiche, Le Galion, buscamos pan salado para acompañar estos manjares. Topamos con una niña que dice saber dónde se consigue. Vamos detrás de ella, en procesión, por las calles oscuras que hay detrás del Gran Mercado. Nos lleva a un puticlub que regenta un europeo de película, con greñas plateadas, rostro curtido en mil noches sin dormir y pocas ganas de conversar con tres personas tan despistadas como nosotros. Una vez deshecho el entuerto nos despedimos de nuestra guía y decidimos buscar pan por nuestros propios medios. Un abuelo nos ofrece bollos de azúcar en una esquina y los damos por buenos. Con su venta, el anciano concluye una jornada que comenzó al amanecer. Regresa a su chamizo apoyándose en un pequeño bastón.

Las montañas de Togo

Madrugamos para desplazarnos a Kpalimè, un curioso enclave en las montañas del noroeste de Togo, a la altura de la capital de la Región del Volta de Ghana, Ho. Tardamos más de dos horas en llegar. Es un paisaje lindo, selvático por la frondosa vegetación, con chorros de agua que la población llama cataratas y que en esta época del año -estación de lluvias- lucen en todo su esplendor, cafetales que nos permitirán escapar del café soluble por unos días y un entorno natural alejado del caos de las grandes ciudades africanas y de las carreteras atestadas que llevamos días transitando.

En un restaurante local, mientras le hincamos el diente a una gallina de Guinea, se presenta Guillaume; un veinteañero de conversación fácil que ofrece sus servicios de Lazarillo y que resultará una compañía imprescindible para recorrer los pueblos que nos rodean. Acordamos ascender al monte Klotou -casi 900 metros de altitud- con él y visitar las comunidades locales que viven en el entorno. Él pertenece a una de ellas y nos franqueará el acceso.

La mañana siguiente amanezco entumecido. Apenas he podido dormir y empiezo a acusar un resfriado que me ha cogido por sorpresa. A lo largo de este año, no hemos tenido gripe, dada la ausencia de invierno, pero el cambio de temperatura al subir hacia el norte ha vapuleado mis defensas.

Andamos durante seis horas por un paisaje bucólico, la campiña togolesa, pero sufro una pájara. Estoy muy cansado. Elena y Jota se hacen cargo de la situación y me animan a continuar hasta la cima.

Estoy deseando regresar a Kpalimè, ya que hemos decidido regalarnos un homenaje tras cumplir con éxito nuestra misión. Es increíble lo bien que se come en Togo. Apenas nos separan unos kilómetros de Ghana, pero la variedad culinaria y el arte que se aprecia en los fogones son inmensos. Además, como recuerdo de la colonización francesa se puede conseguir, fácilmente y sin pagar un precio excesivo, vino de calidad en cualquier tienda. Brindamos con un Burdeos y comemos carne de antílope antes de meternos al sobre.

Al día siguiente nos saluda una fina lluvia mañanera. Bajamos hacia Lomé siete personas en un viejo Peugeot que funciona como taxi clandestino. Guillaume nos lo consigue. Pretendemos alcanzar Cotonou ese mismo día. Apenas deberían ser más de dos horas de trayecto desde Lomé, según las guías de turismo que llevamos, pero un trámite administrativo con el visado de Benín nos retiene 24h más en Togo.

Después de ese tiempo y de tener los papeles en regla, iniciamos el asalto a la nueva frontera. Son las 17h. No me gusta viajar de noche por África Occidental, pero aquí, a menudo, no se pueden elegir los horarios. Logramos plaza en un taxi compartido tras discutir con varios conductores de furgonetas que operan como autobuses. Jota viaja en el asiento del copiloto. Lo comparte con una joven beninesa entrada en carnes. Elena y yo nos acoplamos detrás, con una madre togolesa que va a Cotonou con su bebé recién nacido. Tampoco hay mucho espacio, pero más del que disfruta el alcarreño. A pesar de la incomodidad, Jota se duerme las cuatro horas largas que dura el trayecto, en un equilibrio que debería haberle tronchado la espalda. El olor a gasolina que inunda el vehículo, el tráfico intenso que nos acompaña y la contaminación a raudales convierten el aire en irrespirable. Además, mi resfriado ha ido en aumento, Elena también se encuentra tocada y Jota no para de toser. Nuestros microbios bailan un vals con la polución. El ambiente dentro del taxi es denso. ¿Se imaginan viajar de Salamanca a Oporto en un coche con tres africanos enfermos? Aquí nadie se queja. Nadie protesta.

Oscuridad en Cotonou

Llegamos a Cotonou tarde, demasiado porque hay una hora de diferencia con Togo y no lo hemos tenido en cuenta.

Lo primero que me sorprende es un detalle sin importancia: un cartel de cerveza Mahou anunciando un sabor de cinco estrellas, en francés, en mitad de la calle donde pretendemos encontrar alojamiento. Es un buen augurio, creo. Pero en seguida compruebo que no. En el lugar donde planeábamos dormir, una especie de albergue cristiano, no nos admiten por llegar demasiado tarde. Peregrinamos hasta encontrar otro establecimiento, también cristiano, Codiam, donde sí nos acogen.

Esta calle está repleta de oficinas de ONG. Será una constante en el país. De hecho, ocurrirá lo mismo con los vehículos que nos crucemos. Casi todos pertenecen a agencias humanitarias y así lo corroboran las matrículas verdes que portan. Es una forma de identificar los coches y evitar los controles  policiales -he contado siete desde Lomé a Cotonou, cada uno con su correspondiente extorsión de 1.000 CFA , menos de dos euros, que apoquina el conductor-, así como de pagar menos impuestos.

Me gusta estar en Benín. Mis amigos Cotolo, Laura, Jorge y David vinieron hace cinco años y desde entonces algunos de los lugares que ahora visitaremos llevaban tiempo siendo tema recurrente en nuestras conversaciones.

Cotonou es una ciudad grande, con más de un millón de habitantes, podría ser la capital del país y de hecho funciona en muchos aspectos como tal. Aquí está el palacio presidencial, el aeropuerto internacional y el mayor conglomerado de población e instituciones financieras. Me sorprende una vez más la omnipresencia de la religión. En comparación con el sur de Ghana, se percibe una mayor influencia del Islam. Son numerosas y muy bellas las mezquitas en prácticamente todos los barrios de la ciudad. Y también se dejan ver los lugares de culto católico, incluida una catedral. El Papa Benedicto XVI visitó Benín hace unos meses y todavía quedan vestigios de ese viaje. Se aprecian carteles de bienvenida en muchas de las avenidas principales de la ciudad.

Vagabundeamos por el gran mercado Dantokpa por la mañana. Es un enjambre de vida, de movimiento y de actividad cotidiana. En el medio de extensas calles y estrechos callejones con cientos de puestos ambulantes se concentran miles de personas todos los días para vender y comprar prácticamente de todo. Este mercado es especialmente interesante porque tiene una partefetish. Es impresionante ver de cerca los cráneos de monos, las serpientes disecadas -y pitones vivas-, los líquidos extraídos de raíces silvestres y los diferentes artilugios que se utilizan en las ceremonias religiosas tradicionales. En este año hemos asistido a varias de ellas y es curioso ver el lugar donde se adquieren muchos de los productos que luego forman parte de sus rituales. En una de las tiendas nos dejan curiosear y nos explican algunas de las cosas que tienen a la venta.

En Cotonou coincidimos con Katrine, una de esas periodistas que uno admira. Desafiando la lógica del mercado, con treinta y pocos años, se estableció hace tres entre Lagos y Cotonou para cubrir lo que ocurre en África Occidental para varios medios alemanes. Consigue ir tirando con dignidad -lo que significa mucho teniendo en cuenta cómo está la profesión periodística, al menos en España– y desprende alegría y confianza en sí misma. Cenando comentamos la reciente muerte de Atta Mills, el presidente de Ghana. Maldigo mi suerte. Me hubiera gustado poder contarlo para los medios españoles, pero he estado ilocalizable viajando y mi teléfono ghanés no funciona en Benín, a pesar de tener activada la cobertura internacional. Para una vez que Ghana es noticia en España

Los caminos perdidos de la Atacora

Al día siguiente pasamos 10 horas de viaje en una nevera -maldito aire acondicionado- llamada autobús de línea. Nos conduce desde Cotonou hasta Natitingou, ciudad importante del noroeste de Benín, con casi cien mil habitantes, al pie de las montañas de la Atacora y puerta de entrada al país Tata Somba, desde donde se divisan las fronteras de Togo y Burkina Faso. Otra vez, los límites inventados que dividen pueblos y grupos étnicos con las mismas costumbres, la misma lengua y la misma identidad comunitaria.

En Natitingou nos espera Telma, trabajadora boliviana de una ONG belga. Hace de anfitriona y nos acerca a un grupo de monjas liderado por sor Rosario, que fueron las personas que acogieron hace cinco años a nuestros amigos. Es un placer compartir su experiencia de vida y trabajo en África.

Además de visitarlas, venimos a descubrir esta zona de Benín y nos adentraremos durante cinco jornadas en los caminos perdidos de las montañas de la Atacora.

De la mano de Jules, otro veinteañero simpático y preparado que trabaja para la organización Eco-Benin, nos dejamos conducir por estos caminos tan poco transitados.

Irrumpimos en los dominios de los Taneka, uno de esos pueblos olvidados en los que el tiempo se detuvo hace siglos. Conocemos su estilo de vida, sus tradiciones y cómo sobreviven en un mundo que avanza demasiado deprisa. Allí no hay ningún síntoma de modernidad. Ni agua potable ni luz eléctrica ni nada que no se obtenga de la madre naturaleza.

El entorno es espectacular. Las montañas no tienen más de 1.000 metros de altitud pero la cadena se extiende a lo ancho más allá de donde alcanza la vista. Para nosotros, que hemos pasado un año al nivel del mar, es un descanso para los sentidos.

En pocas horas entramos en terreno Otammari para conocer el país Tata Somba, «los que saben construir las casas”. Sus moradas son legendarias. En la planta baja, se muele el grano, se hace fuego, se cocinan los alimentos y se agrupa el ganado. En la terraza, están los dormitorios: padre, madre e hijos, así como el granero y otro fuego para cocinar durante la estación seca. Son construcciones de adobe que todavía se utilizan por miles de personas para vivir, al margen, también, de las comodidades que disfrutamos en Europa. Pasaremos un par de jornadas en estos hogares, durmiendo tres noches en uno de ellos reformado, en el pueblo de Koussoukoingou,desplegando nuestro saco sábana para cubrirnos durante las noches frías. Los atardeceres desde allí, en un paisaje rodeado de baobabs, son maravillosos.

Nos despedimos con fascinación del mundo Otammari para sumergirnos en el parque natural Pendjari, un entorno que comparten Benín y Burkina Faso. Tenemos suerte a pesar de venir en el peor momento del año. Vemos una manada de elefantes, otro despistado que quería cruzar la frontera campo traviesa y una leona con tres de sus cachorros que nos mira desafiante desde la carretera, además de antílopes varios, monos babuinos y una naturaleza exuberante. El calor que soportamos en el techo del vehículo nos deja cerca de la deshidratación. Nos batimos en retirada.

Esa noche dormimos en una casa local de Tanoungou, una pintoresca aldea donde se ubican unas preciosas cataratas. Es lindo compartir la cena con la familia local. Nos miran extrañados por nuestros atuendos y costumbres tan diferentes, pero destilan humanidad y amabilidad.

Disfrutamos y apuramos una botella de vino que veníamos cargando desde hace un par de jornadas, cuando aparecimos en el pueblo de Boukumbé, tras más de ocho horas de caminata, en una de las excursiones más completas que recuerdo.

Vuelta a casa

Nos esperan largas jornadas de viaje. Debemos apurar los días para llegar a Ghana con tiempo de disfrutar del festival Asofotu 2012 que se celebra en Ada. Los ecos del funeral por la muerte del presidente tienen paralizado el país. Decidimos hacer una noche en Natitingou para despedirnos de Telma y de las monjas; y otra en Cotonou, donde volvemos a saludar a Katrine.

Después, enfilaremos por carretera el camino de regreso a Ghana, incluida una parada para ver Ouidah, uno de los lugares emblemáticos de Benín; el puerto donde más personas reducidas a esclavas embarcaron hacia América; y la cuna del vudú, una sorprendente religión cuyo rastro puede seguirse hoy en Haití, la santería de Cuba o las misas de candomblé de Salvador de Bahía, Brasil.

Impresiona recorrer a pie los tres kilómetros largos de la ruta de los esclavos, desde la plaza Cha cha -mucho más que visitar el templo de las pitones donde un guardia pasado de alcohol muestra orgulloso las serpientes que custodian la ciudad-. Ocurrió cuando estuvimos en Cape Coast o Elmina, enclaves similares en Ghana para el tráfico cruel y masivo de personas. Visitar estas ciudades donde se cometió una de las mayores afrentas de la humanidad es terrible. Millones de personas, hombres, menores y mujeres, tratadas peor que animales, vejadas, humilladas, encadenadas, violadas y privadas de cualquier atisbo de identidad fueron capturadas por otras personas como ellos, alentadas por árabes y europeos, en cuya codicia no cabía el respeto por otros seres humanos. Así se construyó nuestra llamada civilización. No es posible ser indiferente a tanto sufrimiento ni a sus consecuencias, a pesar del paso de los años. Hoy, ciudades como esta, son un punto de encuentro para la diáspora africana y numerosos monumentos y cementerios honran la memoria de quienes tanto padecieron.

El runrún de la carretera acompaña nuestros pensamientos. Los tres vamos en silencio, cada uno asimilando lo que hemos visto y lo que nos ha contado Olivier, nuestro guía.

Tenemos varias horas desde Ouidah hasta casa, quizás siete, cruzando dos puestos fronterizos en los que tampoco encontramos dificultades.

Estoy exhausto cuando, tras el enésimo control en Ghana, llegamos finalmente a Ada Kasseh.Hemos tenido que pagar billete hasta Acra y hemos hecho el viaje con el corazón en un puño. Como es nuestra costumbre, traemos las mochilas repletas de provisiones de Togo. El color de nuestra piel nos exime, en esta ocasión, de abrir los paquetes y de rendir cuentas ante los agentes policiales. En cualquier caso, no creo que se nos pueda acusar de contrabando, pero experiencias y relatos de otros viajeros nos hacen desconfiar. Blancos transportando alimentos y vino de un lugar a otro de la frontera es sinónimo de problemas. Por suerte, pasadas las ocho de la noche alcanzamos Mizpah. Estamos a salvo. Un nuevo corte de luz y una ausencia de agua en los grifos nos dan la bienvenida. Sí, estamos en casa.


Mercado de Barceló en Kasseh

Es martes y día de mercado en Ada Kasseh, el más grande de los tres municipios que forman Ada. No había reparado en que todos los martes también voy al mercado de Barceló en Madrid. Será que ahora tengo la cabeza puesta en la vuelta y que poco a poco me voy fijando más en pequeños detalles como este.

Había pensado titular este post sólo Mercado de Barceló, pero no quería plagiar a Almudena Grandes. Además, ella vive allí enfrente y desde su atalaya domina todo lo que ocurre en la plaza y en el mercado. Cuando fui a su casa para grabarle una entrevista hace años, me quedé fascinado con las vistas que tiene desde las ventanas. Y también con su biblioteca, claro. No sé si escribirá allí, pero si lo hace, no me extraña que le salgan páginas con tanta fuerza y tanto sentimiento.

En fin, pensaba en ella cuando íbamos al mercado de Kasseh este martes. En ella y en mi madre, porque mi madre también compraba en el mercado de Barceló, cuando era más jovencita -las madres nunca envejecen- y dejó su Valdepeñas natal para trasladarse junto a su padre y a la abuela Pepa -a la que tanto quise- a lo que hoy se conoce como Malasaña.

A veces, cuando voy a ese mismo mercado, me imagino cómo ha cambiado la zona desde entonces. Sin ir más lejos, antes de venirnos a Ada, el mercado llevaba un año de obras dentro de esos planes de remodelación y recuperación de los mercados de Madrid y se había instalado temporalmente en puestos prefabricados que le robaron buena parte de su encanto.

Elviro, que es mi frutero allí, lo tenía claro. Antes de iniciar esta aventura, me dijo varias cosas. Entre ellas, que África estaba muy lejos y que vaya cosa más rara esa de ir allá cuando ellos quieren venir acá. También me dijo que este año el Atleti ganaría un título -y bien que lo hizo-; que a mi vuelta, las obras del mercado no estarían terminadas; y que lo mismo ya sólo nos encontrábamos en la Cantina, que él estaba pensando en la jubilación y quería retirarse y venir sólo de visita. A pinchar un poco a Juanito -insistió- que es el del pollo, madridista, y gente de fiar, no obstante. A Antonio, el pescadero, también le echaría de menos -contaba- pero no tanto, y es que no es de pegar mucho la hebra. “A estos del pescado les gusta más hablarles a los peces. ¿Tú te crees? Imagínate que yo me pusiera de conversación con los tomates, las cebollas o las patatas. Pensarías que estoy loco”. La verdad es que no contesté, callé un poco avergonzado porque yo le hablo a menudo a la comida, cuando cocino.

En el mercado de Kasseh no se comenta mucho el fútbol, porque quienes allí venden son las mujeres y ellas no tienen mucha afición por el balompié, a pesar de que igual que los hombres y los niños visten a menudo con camisetas de diferentes equipos. Son vistosas y a la gente de Ghana le gustan los colores vivos y muy alegres. Los llevan siempre en sus telas y vestidos, en los tradicionales kentes. Cualquier prenda si es amarilla, azul o naranja es siempre mejor que blanca o negra. Esos colores solemnes se dejan para otras ocasiones.

En el mercado de Kasseh, sostengo, la mayoría de las personas son mujeres. Las que nos venden a nosotros seguro. Está Rebecca, que vende galletas, made in Sri Lanka, y que nunca tiene sardinas. Luego están las dos de las cebollas, Cristina y Ofelia. Siempre les compramos a ellas por riguroso orden de alternancia y tenemos plática garantizada todos los martes: que si la lluvia, que si ha subido el precio, que si me das alguna de regalo, que si estás muy flaca…

También me llama la atención esto. Aquí, Elena y yo vamos a hacer la compra juntos. Hay más tiempo. En Madrid suelo encargarme yo, ya que ella pasa consulta hasta tarde. Salgo de la oficina y de camino a casa me sumerjo en el Mercado de Barceló y en sus personajes. Conduzco mi bicicleta con una cesta acoplada sobre el portaequipajes que me ayudó a apañar Nieves. Paro en el mercado y comienzo la peregrinación. Una vez llevé a Elena para que la conocieran. Es tanta la confianza y la conversación que estaba feo hablar de ella sin que le pusieran cara.

Al señor de La Pequeñita le compro el jamón. Ya sabe que cuando tengo invitados tiene que darme de ese bueno que guarda para las ocasiones. Espero que se encuentre bien. Estuvo delicado el año pasado y le tengo mucho cariño. Aquí en Ada no hay jamón serrano y a menudo me acuerdo de él. Del jamón, quiero decir ahora.

Paseando entre los puestos de Kasseh uno ve un montón de cosas que no se encuentran en Madrid. El pescado ahumado o el fresco descansando sobre enormes baldes y una cantidad ingente de moscas revoloteando alrededor.

Cuando llegamos, nos obsesionaba la idea de comprar el pescado en el mercado. A pesar de que en Madrid me doy aires de conocerlo bien -como ustedes saben, un lugar donde a pesar de no tener mar, se vende el mejor pescado– aquí me entra el tembleque a la hora de elegirlo. Uno ha navegado con soltura y en muchas ocasiones por el estanque del Retiro y por el de la Casa de Campo, e incluso ha remontado el Manzanares desde muy niño en la zona de la Pedriza y tal, pero de ahí a discutir sobre la frescura de un atún, una barracuda o cualquiera de los bichos que uno ve aquí va un trecho. Que tenga buena cara, que no se hunda el dedo, que no huela demasiado fuerte… Que sí, que sí, pero que no. Por suerte, Mamma Ruth, paciente de Elena y nuestra hada madrina, con un restaurante local propio, lo elige por nosotros.

En Madrid lo hace Antonio, ya digo, el mismo al que no le gusta pegar mucho la hebra. Nos hicimos amigos un 24 de diciembre de hace unos pocos años. Recuerdo que monté un debate en la oficina y decidimos que compraría Rodaballo para Nochebuena. Entonces fue el momento de encontrar el género y pensar en cómo cocinarlo. Descarté la pescadería que hay en el portal de al lado de Amnistía porque allí se paga todo en billetes de 50 y yo no estaba muy sobrado. Eloy, que pasa los veranos en Galicia desde que es un niño, decía que a la plancha; Pastora sugirió un aderezo, el otro que cocido… y yo sin haber visto nunca un pez así, le pregunté a Antonio, primero si tenía, y luego cómo sabía mejor. Me gustó su familiaridad, su confianza y que a pesar de ser una fecha tan especial no incrementara el precio ni un euro. Desde entonces le compro siempre a él.

El pollo ahora no se lo podemos comprar a Juanito porque está muy lejos y tenemos que conformarnos con los cuartos traseros que vienen congelados de Portugal. El pollo fresco apenas se vende en el mercado de Kasseh. La gente tiene los pollos revoloteando en sus cercados y los matan cuando procede, pero a nosotros nunca nos llega. El que nos toca siempre es el congelado. Da miedito la pollería, se lo juro.

Y los huevos son otro cantar. Hay muchas gallinas pululando por cualquier esquina, pero comen basura y desperdicios, y los huevos que ponen son peores que los que se compran en cualquier supermercado de Madrid. Nada que ver con los que trae Elena de Punta Gorda, en la Isla de la Palma, donde la abuela Carmen los envuelve con mimo para que aguanten el trayecto de avión. Sí, Elena se trae los huevos y los mangos, y las bollas, y los aguacates y todo lo que pilla cuando visita la Isla Bonita. Los del escáner de la Guardia Civil tienen que flipar con su maleta; al menos lo mismo que flipo yo cuando, una vez en casa, la abre y esparce minuciosamente los alimentos por la cocina. Todavía no se rompió un huevo. Y todavía no probé uno mejor.

Lo que más se ve en el mercado de Kasseh son frutas -muchas tropicales como el coco, la piña o el mango- y, sobre todo, casaba, yuca y tubérculos gigantes, aunque las papas escasean. Se traen de fuera y generalmente llegan en mal estado. Está buena la yuca, pero enyuga, qué quieren. Y los boniatos vienen también por temporadas. Mi barriga ensancha con tantos hidratos, pero es que la alimentación no es variada. Cuando no son los tubérculos, es el arroz, made in Indonesia, Vietnam o Estados Unidos.

De España lo único que uno encuentra es vino de cartón, el mismo que rechazarían los borrachuzos de cualquier Plaza, la de Barceló sin ir más lejos. Sin embargo, en estos lares se vende y se consume con alegría. Cuánto desconocimiento y cuánta diferencia con el de la Bodega de mi barrio.

Qué pena que no ocurra lo mismo con el aceite de oliva, aunque fuera del malo, pero aquí no hay. Curiosamente, en la farmacia se vende uno, a precio de oro, y ¡para el cabello! En Ghana, y en casi todos los páises africanos, se cocina con aceite de palma y a mí me destroza el estómago. De ahí que hayamos ido un par de veces a Togo -como ya les conté- para traer del bueno escondido en los bajos de la mochila. Ayer abrí la última botella de virgen extra y el drama se cierne sobre nuestras cabezas. Desayunamos a diario tomates, ya que se encuentran fácilmente en el mercado. Es un gustazo triturarlos y extenderlos sobre el pan recién tostado.

Aunque el pan de barra, el normal, tampoco existe. Hacemos la vista gorda con el tea bread, que es el que más se parece al nuestro. También hay sugar bread, butter bread y brown bread, pero no los recomiendo. Demasiado dulces para el día a día y para mojar en esas salsas que inventamos con las guindillas que aquí tanto se usan. Los pimientos, asimismo, forma parte de la dieta, pero son un objeto de culto, sobre todo los que están bien. Las zanahorias también cotizan a la alza, aunque creo que ahí, Akolebú, la que nos las vende entre aleluyas y amenes, nos mete el clavo, porque en Ada se ven a tutiplén ¡y no pueden tener ese precio!.

También hay muchos cangrejos, si cierras los ojos parecen nécoras, pero tampoco nos atrevemos a comprarlos en el mercado y sólo los comemos en el restaurante de Kofi. Hoy mismo he pedido tres piezas para la cena. Además de Elena, vendrá Susan, una doctora alemana que ha llegado al hospital para echar un cable y dar un respiro a los tres galenos que curran 24h todos los días. Está en consulta de medicina general y alucina con los casos de malaria, y con los partos, y con cómo se opera y se trabaja aquí. Hay que llevarla a comer cangrejos, a ver si se recupera y coge fuerzas. Apenas tiene 28 años y trabajar en un hospital público africano no es fácil. Tampoco para los alemanes.

Me gustaría contarles todo esto a mis amigos del mercado de Barceló y decirles que tengo ganas de tomarme una caña bien tirada y probar unas aceitunas aliñadas, de esas que se venden junto a la Cantina y que a mi colega Manolo le vuelven loco.

También añoro al de la Quesería de al lado de casa, porque aquí el único queso que se encuentra es el de La Vaca que ríe, envasado en Marruecos y hecho en Francia. Y la carne roja, un chuletón de esos de la Sierra de Guadarrama o un solomillito, pura mantequilla, vuelta y vuelta, que me venden, de cuando en vez, en la carnicería.

Qué vamos a hacerle. Nos vinimos a África y hablar de comida es una falta de respeto. A diez pasos de donde escribo hay gente que pasa hambre. Pero a veces uno necesita evadirse y compartir lo que ve y lo que siente, y lo que echa de menos. Los golpes de realidad son duros y constantes, ya lo he dicho en muchas ocasiones.

Esta mañana he estado en la escuelita de Anyakpor y allí los niños y niñas estaban encantados porque Madame Helene había puesto un manojo de espaguetis, macarronis dicen ellos, en el puchero. Esa ha sido su comida especial del día y de la semana y quizás del mes. La pasta es un plato muy codiciado y por eso los críos se abalanzaban con sus manitas para comer un puñado -en Ghana sobran los cubiertos-. Los espaguetis se escurrían entre sus dedos. Apenas había para todos. Asistía a la escena en silencio, sin saber qué decir. Abriendo mucho los ojos para no llorar. Si ellos han comido pasta hoy es porque ha sobrado del remanente que compramos para alimentar a los obreros que trabajan en las obras de ampliación de la escuelita. Por cierto, ya está hecha la tercera clase y mola un montón. Ahora estamos empantanados con la cocina y los fogones. Quizá por eso me dio por escribir sobre la comida…

PD. Ahora sí. Los próximos cuatro jueves descanso. Gracias otra vez.


En las cloacas de Acra

Darse una vuelta por James Town, el puerto de Acra, el barrio antiguo donde se encuentra el Faro que en la época colonial servía de referencia a barcos europeos que atracaban en el muelle para cargar cacao, madera y oro, así como esclavos -aunque en menor medida que las vecinas Elmina o Cape Coast– es darse de bruces con una realidad latente en Ghana. Es, asimismo, iniciar un descenso para acercarse a las cloacas donde residen buena parte de los habitantes de África; es llegar hasta las profundidades de una miseria asumida como normal y cotidiana.

James Town es la sede de uno de los asentamientos humanos informales más grandes de la capital de este país -sensiblemente inferior a Old Fadama que compite en la misma división que Kibera, en los extrarradios de Nairobi-.

Está a escasos 15 minutos andando del mercado Makola, el centro neurálgico de la ciudad, y uno de los lugares más visitados por el turismo que se deja caer por aquí.

Un barrio marginal con vistas al mar

No se sabe con seguridad cuántas personas residen en James Town. 3.000, 5.000 o muchas más. No hay un registro oficial fiable. Quizá porque no interesa tenerlo. Las casas de pescadores, las infraviviendas de hoy en día, van avanzando según se forman nuevas familias. Poco a poco. Algunas están peligrosamente cerca de pequeños acantilados. Una ola fuerte se las llevaría por delante. Una brisa que se convierta en viento con algunos nudos de más también.

La luz eléctrica, como es común en las zonas rurales o marginales del país, se empalma mediante cables de forma artesanal. Otra vez la lluvia o el viento podrían provocar un cortocircuito en cualquier momento. Huele mal en James Town. Los gatos se disputan las tripas de pescado esparcidas por el suelo, una mezcla de arena de playa, poco cemento y tierra cobriza. No hay agua potable por ningún lado. Las mujeres bajan cargadas con enormes baldes de agua que consiguen en las fuentes cercanas de la parte alta de la ciudad. Huele mal por la basura acumulada pero también se perciben otros olores. Si uno afila la nariz, se distingue el característico olor del mar, y del salitre, y de la humanidad que vive hacinada. Este es un lugar pobre, muy pobre.

La mayoría de las personas que aquí residen se dedican a la pesca. Los hombres salen a faenar cada mañana en pequeñas chalupas, pateras o cayucos -en España las conocen bien-. Regresan al atardecer. Las mujeres esperan en la orilla. Siempre están allí, fieles, aguardando a sus maridos o parientes varones. Cualquier día del año, menos los martes. Ese día no se pesca por una antigua tradición. Se descansa. El resto de las jornadas, las mujeres, pacientes e incansables, recogen el pescado, lo limpian o lavan y lo cargan sobre sus cabezas para llevarlo al mercado –Elena, como saben, fisioterapeuta en el hospital de Ada, se asombra cada día de la fortaleza de estas mujeres. Es normal. Acuden a su consulta con contracturas en la parte superior de sus cuerpos. Piensen en cualquiera de ustedes, sobre todo quienes trabajan en oficinas. Seguro que a menudo sienten dolor en las cervicales, el cuello les molesta… Imaginen qué sentirían si llevaran durante horas, día tras día, enormes paquetes sobre la coronilla. A veces pesan 50 kg-.

Otras mujeres esperan también en la orilla, pero cogen su parte y lo llevan a los ahumaderos que han fabricado a las puertas de sus hogares. Se trata de parrillas colocadas sobre bidones de metal, cortados por la mitad. Ahí se secarán durante las 12 horas de sol y el tiempo que haga falta. Después se venderán para el consumo. Aguantará días. Es la forma tradicional de comer pescado para la gente local en África. Muy pocos pueden permitirse el fresco que, como en todos lados, siempre cotiza a la alza. Ése se reparte sobre todo en restaurantes, hoteles y está destinado a las personas pudientes.

Una vida en peligro

La pesca se ha vuelto cada vez más peligrosa en estas aguas. Los pescadores y artesanos llevan practicándola desde tiempo inmemorial. La forma de hacerlo se ha transmitido de generación en generación. No sólo cómo pescar sino también cómo fabricar la embarcación -en madera que proviene de los bosques y la selva de la Región Central– o cómo reparar las redes, trabajando y cosiendo en equipo. Impresiona verlo.

Sin embargo, la presencia cada vez más numerosa de grandes pesqueros europeos y asiáticos en la zona está esquilmando el mar. ¡Se están llevando los peces!

También les amenzaza la contaminación. Lo he contado otras veces. A este mar va todo. Los excrementos humanos y animales y la basura que las personas generan en el día a día: bolsas de plástico, restos de comida, latas de refresco… Y allí convive con la mierda de los petroleros y vertidos de empresas de todo tipo. Incluso es sabido que compañías europeas traen a Ghana los electrodomésticos y equipos informáticos que allí jubilamos: lavadoras, ordenadores, frigoríficos… todo lo que no se puede destruir en casa o que cuesta un pastón hacerlo se trae a Ghana, donde las aduanas son más flexibles, y donde el mar es abierto y absorbe todo… hasta que deje de hacerlo, claro está.

Aquí no hay ningún control sobre lo que se arroja al Océano Atlántico y eso afecta a los peces, al medio ambiente y a la supervivencia de las comunidades. Cada vez hay menos bancos de peces cerca de la costa. Resulta imposible competir con los mastodontes extranjeros. Las chalupas no están preparadas para navegar mar adentro, pero lo hacen y el resultado es el mismo que cuando se adentran en estas mareas para alcanzar nuestras costas. La mayoría naufragan y muchos pescadores nunca vuelven a casa. Piensen que estas embarcaciones no tienen GPS ni otros artilugios de navegación. Ni siquiera todas las pateras llevan motores, ni muchos pescadores saben nadar -aunque de poco les valdría con este oleaje-.

Muchos todavía siguen navegando a remo. Adentrarse cada más en el horizonte azul significa un viaje sin retorno para bastantes personas. No hay estadísticas. Nadie se ha parado a contar los muertos, pero sí puedo decirles que según visito pueblos costeros -y van nueve meses haciéndolo- encuentro maś niños y niñas huérfanos, más familias que han perdido a alguno de sus miembros y más pobreza y miseria. Cuando desaparece el cabeza de familia, la economía doméstica se tambalea. Piensen que en Ghana y en la mayoría de lugares de África la gente vive al día. Una enfermedad, una mala cosecha o una mala pesca condena a la miseria o a la mendicidad a toda una familia. Y estamos hablando de unas seis o siete personas de media. A veces es toda una comunidad. O todo un pueblo. O varios. O una región. Piensen en los 18 millones que tienen en peligro su seguridad alimentaria, como dicen las agencias humanitarias, en la franja de Sahel. Es terrible. Millones de personas con hambre y sin apenas recursos para hacerle frente.

El colorido de los mercados

Hubo suerte aquella mañana. Bajábamos precisamente del mercado Makola. Nos confundimos entre los cientos de puestos en los que se vende de todo: comida, bebida, ropa, productos de limpieza y decoración… una especie de Rastro en Madrid a lo bestia. Con mucha más gente, más callejuelas, más puestos, más variedad. Los mercados, ya lo saben, constituyen uno de los mejores lugares para tomarle el pulso a una ciudad.

Hay puestos formales y puestos informales. A veces una mujer llega, se sienta y toma posesión de un espacio. No se levantará de allí en diez horas. Como mucho se alejará un poco para orinar. Otro tema curioso. En Ghana los servicios escasean. Y cuando existen, es mejor obviarlos, ya que literalmente están desbordados… y no precisamente de agua limpia. Nunca vi nada tan asqueroso. Piensen que en la ciudad, reconocido por su propio alcalde, el 69% de los hogares registrados carecen de cuarto de baño -la estadística alcanza al 85% cuando incluimos los slums-, por lo que a menudo los restos de orines y heces están a la vista. Se esparcen impunemente por cualquier esquina. Las mujeres y hombres orinan de pie -no suelen llevar ropa interior- y esto facilita la tarea de aliviarse en un santiamén. Es pura necesidad. Doy fe.

El caso es que es una buena idea bajar andando desde el mercado Makola a James Town. Uno va sumergiéndose en las zonas ocultas de Acra, va acercándose a sus cloacas. No es extraño encontrarse durante el recorrido con caracoles gigantes, tomates, barracudas, latas de sardinas, sandalias de diferentes tipos, telas profusamente decoradas, camisetas de equipos de fútbol -la de la Roja está de moda en estos días. Tras salir Campeones de la Eurocopa, un cargamento de camisetas de la selección española inundó los mercados de Ghana, al precio de unos 8 euros al cambio, made in China y Vietnam, más falsas que Judas– tubérculos de varios kilos -siendo la casaba la estrella-, licores destilados y mil y un producto más a cada paso. Como todos los mercadillos, tiene su orden, pero si uno no lo visita con detenimiento es difícil percibirlo.

Pero sigamos descendiendo, hacia la playa, en dirección a James Town. Verán que es fácil toparse con la Oficina Postal central y sus numerosos apartados de correos. Esta es una costumbre inglesa heredada en la antigua colonia. Nadie recibe cartas en su domicilio -bien es cierto que muchos no saben leer-. Lo hace en estos apartados que se alquilan, comparten o adquieren por temporadas o definitivamente. No es extraño, por tanto, que la ciudad carezca de buzones y, en muchos casos, de nombres de calles y de direcciones.

Lo normal es subirse a un taxi o a un tro-tro y que el conductor no conozca el lugar al que te diriges. Como en muchas otras ciudades del mundo uno se orienta por edificios grandes o áreas. Por ejemplo, si uno viaja hacia el noroeste de Acra, hablará de Circle –Nkrumah Circle, una especie de Glorieta de Cuatro Caminos por la que obligatoriamente hay que pasar- o si lo hace hacia el sureste hablará de Labadi Beach. Es una ciudad caótica, pero con los meses vamos entendiendo a manejarnos por ella.

Cerca del Faro de James Town se encuentra un antiguo fuerte, que se utilizó durante años como lugar de reclusión para esclavos y como enclave militar. Y el antiguo puerto hoy sigue en pie como un ejemplo del progreso mal entendido y del abandono más absoluto. A las puertas del barrio, los niños juegan entre basuras. Muchos de ellos están sin escolarizar. La comunidad se ha organizado y algunos dan clase en una improvisada aula en mitad de la lonja: cuatro maderos y una pizarra. Cuando vimos esta escuela me acordé de la primera vez que visitamos Anyakpor en noviembre del año pasado. Están en el mismo punto de dejación y precariedad. Es una pena cuántos niños y niñas se quedan sin escolarizar en Ghana. Pierden el tiempo día a día sin nada que hacer, porque sus padres ni el Gobierno pueden –y en ocasiones no quieren- proporcionarles una educación gratuita.

Al poco de llegar a las primeras infraviviendas se acerca Mckinsey, un buen tipo al que conocí durante la marcha por la dignidad que Amnistía Internacional organizó en marzo por las calles principales de Acra. Es uno de los líderes comunitarios y se ofrece a hacernos de guía. Es entonces cuando nos acercamos a las chabolas y conocemos de primera mano cómo es la vida en el vecindario.

También nos pone al día sobre los planes del Gobierno. Quieren derribar algunas casas del barrio. Hace feo en los planes urbanísticos de la ciudad, ya que quieran recuperar la zona como atracción turística y quizás residencial. De la gente que hoy vive allí nadie sabe qué pasará con ellos. Puede que sean realojados o abandonados a su suerte. Ha pasado en otros asentamientos informales de Acra y en otras ciudades de África. Es una peligrosa moda. Son los desalojos forzados -sus ecos también han llegado a Madrid, no se crean. Pueden darse un paseo por la Cañada Real y comprobarlo-. Llegan las excavadoras del Gobierno, echan abajo las casas y si te he visto no me acuerdo. Aunque ahora es tiempo de precampaña electoral por aquí y los políticos empiezan con sus promesas y, si me lo permiten, con sus mentiras. Sea como fuere, parece que la cosa está tranquila. Pero Hay preocupación para el próximo año.

Le pregunto a Mckinsey por la historia de James Town. Me cuenta que fue un lugar histórico, que hasta allí llegaba la línea de ferrocarril de Kumasi -donde se extraían las materias primas que comentaba al principio de este post-. Luego, con la construcción del puerto de Tema, el lugar cayó en el olvido y ahí sigue, sólo rescatado por algunas personas mayores que aún hablan de la grandeza del lugar.

Es interesante recorrerlo a pie, con tranquilidad, visitando al chief y a las familias. Al hacerlo, descubrimos que la lengua que hablan, Ga, es muy similar al Dangme de la zona de Ada, donde vivimos. Al fin y al cabo sólo hay 120 km de distancia y es la misma costa. Interrelacionamos un poco con las escasas frases que manejamos y generamos una gran algarabía. Sí, La acogida es calurosa cuando uno se acerca con humildad y respeto. Es alentador ver lo bien que se recibe al visitante, cómo le preguntan quién es, qué quiere, qué nuevas trae. Es agradable conversar.

Eso sí, cuando termina la visita y uno se marcha, la cabeza vuelve a ir del revés. Sucede siempre que venimos a un lugar como este. ¿Qué esperanza tienen sus habitantes? ¿A quién le importa cómo viven? Confieso mi impotencia y mi ausencia de respuestas. Sólo se me ha ocurrido escribir este texto y compartirlo con ustedes.

PD. Durante los meses de julio y agosto la publicación de nuevos posts será irregular. Confío en colgar tres más antes de nuestro regreso a España. En septiembre, desde Madrid, escribiré un epílogo a modo de balance y despedida. Gracias mil por la atención. Saberles ahí me ha ayudado muchísimo. Feliz verano… en Europa.


Yo también soy homosexual

Estaba con Addi, artista local que hace auténticas maravillas en hierro forjado, madera, bambú y lo que le pongas por delante. Es un tipo curioso. Abre la tienda que tiene al lado de Radio Ada cuando le apetece o necesita dinero. No tiene mucha clientela. No aspira a hacerse rico, sino a disfrutar con lo que hace. Le admiro mucho. Además, no te da el coñazo para que le compres ni aprieta en los regateos. Me parece un hombre inteligente.

A menudo, cuando termina mi jornada, sobre las 14h me tomo el almuerzo con él -seguimos abonados al bocata de sardinas en lata de distinta procedencia: Marruecos, Malasia e Indonesia entre las más cotizadas-.

Disfruto de su compañía. Conversamos de todos los temas que se nos ocurren y suelo utilizar su opinión como referencia sobre los asuntos sociales en Ghana. Es un tipo instruido, con acceso a Internet, lee los periódicos y escucha la radio, tiene amigos en el extranjero y ha viajado fuera de Ghana en algunas ocasiones, no sólo a otros países cercanos como Togo, Costa de Marfil o Nigeria -lugares fácilmente accesibles por carretera y en los que muchos ghaneses tienen lazos familiares- sino también a Europa y Estados Unidos.

El tabú de la homosexualidad

Hace poco hablamos de homosexualidad. Un tema tabú en Ghana y en casi todo el continente. Al principio, se mostró sorprendido. Aparecieron las risitas.¿Tú no serás uno de esos desviados, verdad?” Le contesté. “¿Por qué no? ¿No me abrirías las puertas de tu casa si lo fuera? ¿No estarías aquí conmigo? ¿Llamarías a la policía para que me detuviera?” Se puso muy serio y me dijo: “Eso es antinatural. En tu país haz lo que quieras, pero aquí no. Eso no es parte de nuestra cultura. No es bueno.” Me dolieron sus comentarios, como casi siempre que escucho a alguien en Ghana y en otras partes de África o del mundo hablar en estos términos de homosexualidad.

Esta misma conversión se repitió poco después en el Rub-Stone, el club nocturno de Ada, durante unas de las fiestas que allí se organizan cada cierto tiempo. A la mesa nos sentábamos Albert, compañero de Elena en el hospital, y George, amigo de este. Volví a sacar el tema de la homosexualidad para ver qué opinaban dos jóvenes profesionales de la sanidad, universitarios. Albert guardó silencio, pero se encontraba incómodo. Pinché un poco más y George abrió el grifo comentando que la homosexualidad jamás sería legal en su país ni aceptada en ningún lugar de África. “No puede ser. Es antinatural -mismo argumento que Addi-. Y además lo prohíbe la religión”. Discutimos abiertamente sobre el tema.

Le hablé de la situación en España, de la evolución de las últimas décadas, de los avances -no debemos permitir retrocesos-. Demis amigos y amigas gays, bisexuales y lesbianas, de las parejas del mismo sexo que han formado una familia, de los hijos que tienen y crían con el mismo cariño y amor que el resto de parejas. “No puede ser. Eso es un delito. Y una monstruosidad. ¿Cómo dos mujeres van a criar un niño? ¿O dos hombres?” Les expliqué las ventajas de educar en la diversidad e intenté hacerles ver que la mente cerrada es el mayor peligro para una persona. Mis palabras cayeron en saco roto. Cambiaron de tema. Y le dieron un trago largo a su refresco de malta.

En ocasiones como esta, fíjense ustedes, la mente se me va hasta Berlín y la Guerra Fría para recordar el discurso de John F. Kennedy el 26 de junio de 1963: Ich bin ein Berliner, soy un berlinés. Pues eso, yo también me siento homosexual. Me indigna el rechazo, el encarcelamiento, la discriminación y el trato abusivo que sufren en este país y en muchos otros de África y del mundo, personas iguales que yo y con los mismos derechos. Son perseguidas sólo por sentir diferente o por elegir seres humanos de su mismo sexo para acompañarles en la cama… o en la vida.

Un niño diferente

Pensé entonces en un pequeñajo de los que acuden a diario a nuestra ventana. Esa ventana de casa que es una ventana abierta a África. Recordé una tarde, de hace unos meses. Elena y yo caminábamos por la playa de Ada. Íbamos a nuestro aire, comentando nuestras cosas y de repente alguien nos llamó. Nos paramos y nos dio alcance. Era uno de nuestros amiguitos. Nos saludó cortésmente y nos pidió permiso para acompañarnos.

No tendrá más de 10 años. Es un niño diferente. Aquí, en nuestro pueblo, los roles de niños y niñas están muy diferenciados y cumplen a rajatabla los estereotipos.

Los niños son brutos, kamikazes, se pegan, nunca lloran, le dan a la pelota, van siempre sucios y aplican la ley del más fuerte. Las niñas son más dulces, lloran, te buscan la mano, juegan en la arena, intentan alisarse los harapos o arreglarse cuando les vas a hacer una foto y siempre están a merced de lo que opinen sus hermanos mayores o varones de la familia.

Este niño que nos acompañaba no es como los demás. Se nota en el trato. En los gestos. En las muestras de cariño. En la forma de vestir. En sus movimientos. En su tono de voz. En su forma de relacionarse.

Seguimos andando por la playa, cada vez más lejos del pueblo, y en un momento dado metió la mano en su mochila escolar y sacó unos zapatos con tacones. ¿Pueden imaginarlo? Nos dijo que los había comprado en el mercado diciendo que eran para su hermana. No se atreve a llevarlos en el pueblo. Se los puso para caminar con nosotros.

La situación era curiosa. Primero, porque caminar por la arena con tacones es prácticamente imposible. Segundo, porque él estaba feliz. Se sentía libre de miradas y comprendido. Lucía sus tacones con orgullo. A nosotros nos entraron ganas de llorar. En un momento dado, volvimos sobre nuestros pasos. La noche caía y los mosquitos empezaban a dejarse ver. Cuando avistamos las primeras casas, nuestro pequeño amigo, sin que nadie le dijera nada, se descalzó nuevamente, sacó una bolsa de plástico de la mochila, guardó sus tacones y volvió a ponerse unas chanclas.

Se le borró la sonrisa del rostro. Se puso serio. Durante toda la escena nadie dijo nada. Sólo hubo intercambio de miradas y un enorme abrazo por nuestra parte. Queríamos decirle que le apoyábamos, que delante de nosotros podía vestirse como quisiera, que estábamos con él. Caminando por el pueblo vimos como otros niños le hacían burla y con el paso de los meses hemos sabido que le hacen el vacío, que hay habladurías, que se dirigen a él con desprecio. Es una injusticia. ¿Qué hacer en estas circunstancias?

Homosexualidad en Ghana

La homosexualidad está penada en la ley en Ghana, con hasta 25 años de cárcel para las relaciones entre hombres. A las lesbianas directamente se las invisibiliza. No existen para la ley. El presidente de la República, John Atta Mills, declaró en noviembre pasado que “ellos no apoyarán a los homosexuales”. No van a legalizar la homosexualidad. Cuentan con el apoyo del 88% de la población, según las estadísticas que maneja, y estamos cerca de las Elecciones de diciembre, que prometen ser reñidas.

Ser homosexual es una aberración, según los representantes religiosos de todas las Iglesias y confesiones religiosas del país. Tanto cristianos de todo tipo como musulmanes y tradicionalistas. Todos están a una en este tema.  “Si la homosexualidad es tolerada, la raza humana se extinguirá”, declaró abiertamente el Reverendo Stephen Wengan, hace unos meses, en un artículo escrito para Ghana Broadcasting Corporation -el principal medio de comunicación público del país-.

El año pasado, Raul Evas Aidoo ministro para la región occidental de Ghana ordenó a las Fuerzas de Seguridad detener a todos los gays y lesbianas que hubiera en el oeste del país y exhortó a los propietarios e inquilinos de viviendas a denunciar a toda persona a la que consideren sospechosa de ser gay o lesbiana.

La Constitución de Ghana garantiza la protección de los derechos humanos para los ciudadanos ghaneses, cualquiera que sea su raza, lugar de origen, opinión política, religión, creencia o género… pero olvida, intencionadamente, mencionar su orientación sexual.

Reacciones internacionales

Cuando a finales de 2011, durante una reunión de la Commonwealth, en Australia, el primer ministro británico, David Cameron, declaró que supeditaría la ayuda al desarrollo del Reino Unido a África a los países que avanzaran en derechos humanos, y especialmente, en derechos de las minorías sexuales, las reacciones furibundas de todas las fuerzas políticas de Ghana y de otros países no se hicieron esperar. Fue una vergüenza y en los periódicos, radios, digitales y televisiones más relevantes no escuché ni una sola voz que se alzara a favor de la diversidad afectivo sexual.

La tendencia de supeditar la ayuda al desarrollo al respeto a los derechos de las minorías sexuales también parece secundarla la secretaria de estado norteamericana, Hillary Clinton. Durante su última visita a la región hace pocos meses, declaró la misma política que el mandatario británico. Otra vez protestaron los líderes religiosos, políticos, asociaciones de padres y autoridades comunitarias y educativas, incluidos los chiefs tradicionales.

Amnistía Internacional ha denunciado en numerosas ocasiones que el acoso, la discriminación, la violencia, la persecución y los asesinatos cometidos contra personas por su orientación sexual o identidad de género están aumentando en los últimos años alrededor de África Subsahariana.

Muchos políticos en estos países no sólo no protegen a estos ciudadanos y ciudadanas en peligro, sino que a través de sus declaraciones incitan a su discriminación y persecución, como en el caso de Ghana.

En Camerún, por ejemplo, siete hombres fueron detenidos hace un mes bajo leyes que prohíben conductas sexuales entre personas del mismo sexo. Desde 2011, 13 personas han sido arrestadas en ese país en base a estas mismas leyes. En Sudáfrica, los ataques contra personas homosexuales no son investigados, creando un clima de impunidad para los perpetradores. Y no se trata de casos aislados. Podría hablar de las sanciones impuestas en Malawi y Mauritania o de los exabruptos del presidente Robert Mugabe en Zimbaue, diciendo que los homosexuales son peores que perros y cerdos. Es una tendencia en esta parte del mundo. En algunos estados del norte de Nigeria, donde rige la sharia -ley islámica- la homosexualidad se castiga incluso con la muerte.

Silencio en los medios

En Ghana las asociaciones de gays y lesbianas existen, pero son minoritarias y tienen muchos problemas para hacerse escuchar. Desde luego no están registradas oficialmente. Nadie les dedica un mínimo espacio en los medios de comunicación y sólo en Internet y en publicaciones extranjeras encuentran cierto eco. La situación no ha llegado a ser tan grave como en Uganda, donde las leyes son más duras y las autoridades han disuelto recientemente encuentros y reuniones de gays y lesbianas, pero el escenario es similar en cuanto a la represión y el hostigamiento.

En mi propia emisora comunitaria, Radio Ada, mantuvimos un debate al respecto en la Redacción y me encontré solo. Las opiniones aquí no eran agresivas. La democracia es un valor aprendido y nadie me insultó, como he escuchado en otros lugares, pero no quisieron abrir el debate en antena. Nadie se atreve a defender la homosexualidad por miedo a quedar señalado.Trabajo desde entonces para que esto cambie.

Considero fundamental que en los medios de comunicación se visibilice. La homosexualidad, han llegado a decirme en otros foros, es un legado europeo, una más de las lacras colonialistas que los extranjeros hemos dejado en África. “No es parte de nuestra identidad. Ningún africano es homosexual”.

No es extraño encontrar noticias en el periódico tipo “Lesbianas intentan someter a sus prácticas sexuales a menores en un colegio de Tamale”, “Los homosexuales deben dejar el país”. Es terrible pero ocurre con normalidad.

Otro sencillo ejemplo de discriminación

El día de la independencia de Ghana, 8 de marzo, los compañeros de Elena en los servicios de salud del distrito organizaron una fiesta en la playa. Comida, música y bebida para estrechar lazos entre compañeros, familiares y visitantes. Hasta ahí todo bien. Sin embargo, una de las personas homosexuales que conozco no fue invitada a la fiesta por ser gay. Imaginen la tristeza y la decepción.

Al día siguiente, nos encontramos en la carretera de Ada Foah, esperando ambos el tro-tro para dirigirnos al trabajo. “¿Qué tal la fiesta?”, me dijo. “Bien, divertido: música, juerga, baño en el río”, respondí. “A mí no me invitaron, ¿lo sabías?” Otra vez apareció la impotencia, el sentimiento de dolor.

Escribo estas líneas en Ghana en un día especial, el día del Orgullo Gay que espero que se celebre por todo lo alto en mi ciudad, Madrid.

Pienso en las miles de personas que salen estos días a la calle y gritan en libertad que son homosexuales, lesbianas, bisexuales o transexuales. Y lo comprendo perfectamente. No cantan, bailan y se dejan ver sólo por ellos. También lo hacen por estas personas, aquí en Ghana y en tantas otras partes del mundo, que no pueden hacerlo. Soy heterosexual, pero defiendo el derecho de toda persona a tener la orientación sexual que le plazca. Y no lo olviden, no es un capricho, sino un derecho humano.


Casados y bien casados

Me casé en Ghana

durante la estación de lluvias

un día del cual

tengo ya el recuerdo

No sé por qué, pero parafrasear a César Vallejo se ha convertido en una curiosa costumbre en los momentos solemnes de mi vida. Así fue cuando presenté mi libro, Sin miedo a la derrota, en Madrid, con aguacero, hace ya casi siete años. Y así fue ahora, durante la estación de lluvias, en Ada, cuando  Elena y yo nos casamos en la escuelita de Anyakpor. Ya saben, ese sueño que hemos hecho realidad con el apoyo de ustedes.

Debo ser sincero. Nunca reconocí ninguna otra autoridad en materia de amor que la de un poeta. Ni jueces ni curas ni políticos ni notarios. Para un mí Te quiero es más importante que un Sí quiero.

Por eso me gusta más la palabra compañera que la palabra esposa y tantos otros matices que ustedes pueden imaginar. Empero, esto del amor, como tantas otras cosas importantes, es algo compartido. Y me siento muy feliz y satisfecho de que Elena y yo hayamos alcanzado un acuerdo sobre este asunto y hayamos sido capaces de celebrar un acto tan bonito y tan simbólico. Se me ensanchó el corazón cuando la vi aparecer por la puerta de la escuela de Anyakpor. Cientos de niños cantaban para recibirla a ritmo de tam-tam.

Era 13 de junio. Muy temprano. Amenazaba tormenta o cualquiera sabe. Aquí, tan pronto te mueres de calor como te calas hasta los huesos. A veces es cuestión de minutos. Junto a nosotros, Mamma Anna, hermana de Elena, en un triple papel como camarógrafa, testigo y madrina –dos días más tarde, en la embajada de España en Acra, tornaría su papel por el de Mamma Chicho-; y Rafa, el amigo al que presenté hace bastantes posts, fotógrafo, testigo y mi bestman.

El atrezzo

Aquel día, sostengo, amenazaba tormenta y a eso de las 9 de la mañana a Rafa y a mí nos mandaron, sin pudor ni disimulo, a Anyakpor para dejar el espacio libre. Así la novia y la madrina se acicalarían a gusto y sin prisas.

Días antes, con unas telas compradas en el mercado de Kasseh, habían encargado sendos trajes tradicionales. Mamma Anna, al más puro estilo africano. Lucía muy integrada en el entorno. Y Elena, con colores vivos, tocada con unas flores y una trenza, mezclaba sus raíces canarias con el exotismo de una princesa asiática. El padrino y yo vestíamos con sobriedad, con camisa blanca y azul celeste, respectivamente.

Llegamos a la escuela manchados de barro tras sortear, sobre dos ruedas, baches, charcos y demás accidentes del camino. Rafa me miraba sorprendido. “Igual deberíamos haber pillado un taxi”, creo que dijo. “Igual”, creo que respondí.

Pastor James nos esperaba en Anyakpor y había movilizado a toda la comunidad para nuestro enlace. Incluso se había traído a otro Pastor, Samuel –su mentor-, de la región del Volta. Enseguida percibí muchas caras nuevas entre las personas de medio metro que darían fe de lo que allí iba a pasar -la educación gratuita atrae a más menores sin recursos, pero no se preocupen, estamos ampliando.-

Las mujeres se afanaban en preparar el decorado con retales y globos de colores llamativos. Madame Elene y la esposa del Pastor se esmeraban en los fogones cocinando para los niños y la comunidad -por primera vez, muchas personas comerían carne-. Y Pastor Samuel aclaraba su voz y calentaba motores para la función. Este hombre es un auténtico animador. Poca gente entendió lo que dijo durante la celebración porque hablaba en un inglés acelerado y la traductora de dangme no podía seguirle la rueda. Pero qué saltos, qué alegría, qué desenfreno… Hasta yo le jaleaba. Más me parecía estar en un partido de fútbol animando a La Roja que en mi propia boda, pero así son las cosas aquí. Amen.

La música

Antes de empezar a cantar los goles, Pastor James me sugirió que deberíamos traer una machine, es decir, un equipo de sonido. Pues vale. Enseguida se movilizaron David, Christian y las fuerzas vivas de Anyakpor. La novia se retrasaba, según la costumbre, así que había tiempo.

Como si lo vieran. Al final llegó Elena, pero no así los bafles, la gasolina para el generador, la mesa de mezclas ni los técnicos de sonido. Así que le tocó esperar un par de horitas, escondida entre unos matorrales a cien metros de la escuela, no fuera a mostrarse al novio antes de tiempo y romper el encantamiento.

Suerte que por allí apareció Sonia, una voluntaria austriaca a quien presenté durante nuestro viaje hacia Burkina Chasco, y que se cruzó el país, desde Tamale –dos o tres días de viaje-, para darnos un beso y un abrazo. Se agradecen estos detalles. Ella ejerció como dama de honor.

Cuando decidimos empezar sin machine, de repente, todo se resolvió. La ley de Murphy también está vigente en África. Rugió entonces Anyakpor y surgieron las sonrisas de los niños. Los que estaban ya dormidos por la tardanza despertaron y se sumaron a la fiesta. Los primeros acordes de Azonto -que empiezo a comparar sospechosamente con la Macarena española -levantaron el ánimo a los presentes, unas 150 personas.

Los discursos

Después de la entrada de la novia, vinieron los cánticos y el follón. Elena se hizo acompañar de DoBarrabás– y Perpetua, nuestros preferidos, y comenzaron los discursos.

Mamma Anna aparcó la cámara de video para mirarnos con esos ojos grandes y alegres que tiene. Nos dijo muchas cosas lindas y sinceras. Empezó el moqueo constante que ya no nos abandonaría.

Rafa, rebautizado con posterioridad King Africa, sufrió un ataque de Parkinson y entre la emoción y el cariño nos dedicó unas palabras cargadas de sentimiento.

Luego fue el turno de Elena. Habló a corazón abierto, como suele hacerlo, y me gustó mucho escucharla, allí sentado, a su vera. No recuerdo qué dijo. Recuerdo su mirada. Y la felicidad compartida.

Y luego cogí el micro yo, breve, sin extenderme, aunque no lo crean. Para decir Te amo y quiero compartir la vida contigo no hacen falta muchas subordinadas. Para demostrarlo, tampoco.

Escuchaba los estómagos y la impaciencia de los niños a mi espalda. Eran más de las 13h y tenían hambre. Aunque hubiera dado igual la hora. Los niños africanos siempre tienen hambre. Así que nos entregamos unos collares que compramos unas semanas antes en Lomé y nos dimos por casados, con un beso suave y tierno. Dejaríamos la pasión para más adelante.

Y después, qué quieren, allí nos remangamos y empezamos a repartir platos de comida entre la concurrencia –arroz picante con tajadas de pollo-, coca colas, mirindas y bolsas de agua potable. Y comenzó una fiesta como no ha habido otra igual en Anyakpor. Todavía se recuerda. Y todavía me paran por la calle para decírmelo.

Suave es la noche

Cuando las chanclas no nos sujetaban, iniciamos la retirada. Llegamos a casa y nos dejamos envolver por la magia del día.

Aguardamos la noche dormitando. Y cuando llegó, al calor de una caldereta de pescado, vino de Rioja y ginebra de importación pasamos la velada más excitante de cuantas llevamos en África.

Jawey, nuestro amigo rasta, se arrancó con sus grandes éxitos y todos le dimos unos toques al tambor. Rafa se convirtió en DJ y con nostalgia rockera y ochentera fuimos robándole minutos a una noche que no quería morir.

Elena y yo flotábamos, acompañados de Ana -bailona y divertida-. Lo dimos todo. Tanto que hasta competimos con el sempiterno ruido de la Iglesia de Pentecostés. Por una vez, seríamos nosotros los que joderíamos el sueño a los vecinos. Allí se estaba liando parda.

El despertar no fue duro. Tenía a Elena al lado y eso ayuda a afrontar cada día. Soy un hombre afortunado.

La embajada

El 15 de junio firmamos los papeles oficiales en la Embajada de España en Acra. Juan Antonio, cónsul, ofició la ceremonia como autoridad correspondiente. Fue en el despacho de la embajadora, bajo el retrato de su Majestad el Rey Don Juan Carlos, como manda el protocolo, aunque yo no podía evitar imaginarme a su regia figura en Botswana, de cacería, mientras me miraba así tan serio desde la pared. También pensaba en su yerno, Urdangarín, pero eso, me temo, es otra historia…

Fue cosa de 10 minutos. Consentimos y salimos de allí con el libro de familia a cuestas. Sin embargo, nunca imaginé que conseguir un libro diera tanta guerra. Para llegar hasta aquí sufrimos un auténtico camino de obstáculos.

Hace unos meses, cuando tratamos de ganar la frontera de Burkina Faso, me puse digno y dije que nosotros no pagábamos sobornos. Poco después, con los pantalones por debajo de las rodillas, reconozco que he sido víctima de dos de ellos. Un golpe duro para mi orgullo.

La embajada de España en Acra exige una licencia especial de matrimonio expedida por las autoridades ghanesas para que el matrimonio consular entre dos ciudadanos españoles pueda celebrarse.

Conseguir esa licencia es prácticamente imposible. Elena penó un mes por las instituciones de AdaDistrict Assambly y Juzgados, pagando una tasa que no era tal sino dinero en efectivo para el funcionario de turno- y yo me subí al carro para las gestiones en Acra.

Después de sufrir abusos y humillaciones por parte de funcionarios locales que no tenían otra cosa mejor que hacer que reírse de nosotros, acudimos a nuestra embajada en busca de protección. Nos dieron la información con cuentagotas y con más pena que gloria fuimos avanzando. Había pasado un mes.

Nos dijeron que debíamos apoquinar 200 cedis por la dichosa licencia en el Registro de Acra. Mr. Okyere -tiene gracia el apellido- nos pidió 300 dólares en un primer momento. Tras regatear, se quedó en 200 cedis. Nos dieron un papel con un plazo determinado. Ese plazo no resultó apropiado para resolver los trámites legales de la administración española. Un funcionario de nuestra embajada nos confundió sobre este aspecto. Entonces hubo que volver y repetir el soborno o la extorsión, esta vez, sin ni siquiera pantalones y las lágrimas de impotencia asomando en las pupilas. Al final, uno asume que un corrupto es más útil que un incompetente. Con esos 400 cedis hubiéramos podido subir una línea más de ladrillos en la escuela de Anyakpor o alimentar un mes a los 97 niños y niñas que allí estudian. Pero no, así son las cosas aquí. Fueron a parar al bolsillo de alguien que no lo merecía.

El cónsul español nos pidió disculpas por teléfono y en persona por la actuación equivocada del personal a su cargo. Agradecimos esta muestra de humildad y templó, un poco, nuestros ánimos. Todo esto me pasaba por la cabeza mientras decía yo consiento.

Después, todo ocurrió muy rápido y sin apenas darnos cuenta estábamos ya a bordo de un tro-tro rumbo a Keta.

Ana y Rafa, después del esfuerzo del viaje, no podían marcharse de Ghana sin conocer a Mamma Rasta y llevarse en la mochila de vuelta un trozo de esta cultura africana tan diferente, sugerente y atractiva.

Con nuestros papeles a buen recaudo y siendo ya marido y mujer a ojos de la ley, salimos pitando. A ver quién nos echa el guante.


Los ladrillos de Anyakpor

Los ladrillos de la nueva escuela de Anyakpor, 1.580 en el momento de escribir estas líneas, los ha fabricado uno a uno Kofi, un albañil honesto y trabajador de Aflao, en la Región del Volta. Él es el más currito de este proyecto. Construir esta escuela ha sido una experiencia nueva. Apasionante. Desesperante. Otra vez apasionante. Y más tarde realmente satisfactoria.

Empezamos trabajando en esta comunidad en noviembre de 2011, ya lo saben, construyendo bancos y mesas para una escuela que parecía un centro de acogida precario. Nuestros alumnos –97 menores sin recursos, algunos huérfanos- se sentaban entonces en la arena. Más tarde -en marzo de 2012- llegó el material escolar. Hasta ese momento, hacían cuentas también sobre la arena.

El progreso

Después, estuvimos valorando presupuestos para traer agua potable a la escuela,  luz eléctrica y construir un baño que contribuyera a mejorar las condiciones higiénicas de los menores.

He contado otras veces que Anyakpor es una comunidad pobre entre las pobres. Aquí muchos niños y niñas no reciben educación, duermen en el suelo, no tienen las necesidades básicas cubiertas. Sus padres no pueden pagar las tasas ni los uniformes ni el material escolar para que sean aceptados en un colegio público. Algunos ni siquiera tienen padres. Viven acogidos en otras familias de la comunidad.

Desechamos las ideas anteriores tras tener varias reuniones con las autoridades locales. En diciembre habrá Elecciones y el Gobierno quiere electrificar antes la parte a oscuras del país -30% según las estadísticas, mucho más amplia en áreas rurales como esta-. Entre sus apuestas puede estar la comunidad de Anyakpor. Los políticos locales hacen lobby para ello. “Estamos cerca”, nos dijeron.

En otra comunidad, Futuenya, donde vivimos, tampoco había electricidad pero llegó hace dos meses. Fue a lo bruto, como se hacen muchas cosas aquí. Aparecieron unos trabajadores, blandieron sus hachas, se cargaron el árbol de mango de la entrada de casa, talaron cuantas palmeras encontraron alrededor y arrasaron con todo lo que pudieron. Trajeron la luz, sí, y ahora los vecinos que pueden pagarla –7 familias de 300- se alumbran con bombillas, pero el entorno está arrasado.

Quienes no pueden pagar las facturas, como los que viven más cerca de nuestra casa, siguen alumbrándose con hogueras y candiles. El progreso está a la puerta de sus chabolas. Pueden verlo, tocarlo, pero no disfrutarlo. También se han quedado sin los mangos del árbol y sin los cocos de las palmeras. ¿Para eso trajeron la luz? Pero esa es otra historia…

Iglesia, escuela o centro de acogida

La anterior escuela de Anyakpor no era tal, sino una iglesia con poco uso o un centro de acogida temporal. Sí, topamos con la Iglesia.Y un buen día decidieron utilizarla para el fin para el que fue construida: dar misas y tener encuentros religiosos, así como estudios bíblicos, catequesis y todo lo que quisieran. El edificio es suyo y hacen lo que quieren con él. No nos echaron a la calle. Venían cediendo el local desde 2008 y al ver a unos blancos –dólares con patas– entendieron que cada cual en su casa y Dios en la de todos.

Entonces decidimos ponernos manos a la obra para construir una nueva escuela que mejorara las condiciones de los niños y niñas. Llegamos a un acuerdo con los servicios sociales, los líderes comunitarios, el chief de Anyakpor -que se lleva 10 cedis por consulta- los padres y tutores de los alumnos, el Pastor que guía nuestro proyecto -sí, ya está dicho, sin la religión es imposible impulsar nada aquí- y todas las personas que consideramos influyentes.

Pedimos varios presupuestos y ninguno se parecía a otro. Tampoco había maestros constructores que nos dieran seguridad. Ser blanco en África abre muchas puertas, pero también eleva los costes y dispara la imaginación de las personas a las que entrevistas.

Para contrastar la información que habíamos recogido acudimos a Peter, delegado de la ONG holandesa Foundation for build -dedicada a la construcción de escuelas, baños y otros servicios en Ghana-. Nos dio las indicaciones básicas, tras terminar el queso manchego que quedaba en nuestra despensa y darle un viaje a un vino español que ocultábamos en el fondo de un armario. Fuimos para adelante. Con casi 4.000 euros se podía construir una escuela.

Campo de refugiados

Cuando nos mudamos de la Iglesia/centro de acogida, todavía no estaban puestos los cimientos de la nueva escuela de Anyakpor y los niños y niñas dieron clase en un improvisado campo de refugiados, montado para la ocasión. Un puñado de tablones, dos lonas y a correr. Al menos no estaban todo el día en la playa y se convertían en testigos privilegiados de cómo avanzaba su escuela.

En mitad de una extensión de tierra que el Pastor había adquirido con donaciones de amigos, el cepillo de la iglesia, aportaciones de la comunidad y una rebaja tras arduas negociaciones con el Chief y otras autoridades locales, instalamos esta escuela provisional y comenzamos las obras de la definitiva. También se iniciaron los trámites necesarios para el registro y legalización de la escuela. En un futuro próximo podrá contar con el apoyo del Gobierno local.

Los obreros

Decidimos contratar a una cuadrilla de tres albañiles y tres carpinteros, y contar con 16 voluntarios de la comunidad. Estarían liderados espiritualmente por el Pastor James y supervisados por nosotros.

Jon, el carpintero jefe, se encargó de acompañarnos a hacer las compras en Kasseh. Seleccionamos las maderas para la estructura y el techo, las de más calidad y las más resistentes. Compramos los pilares, las vigas, los clavos, las planchas de aluminio… una lista interminable, que discutimos durante días. Era viernes 11 de mayo y a última hora de la tarde todo el material estaba descargado en Anyakpor. El lunes comenzaríamos a trabajar.

Transcurrió el fin de semana y el lunes me acerqué a las obras. Sorpresa. Ningún carpintero se había presentado. Jon se había dado a la fuga. De hecho, permanece en paradero desconocido desde entonces. Tengo ganas de echármelo en cara.

Y el resto no había comparecido, salvo Kofi, el albañil formal que encabeza este texto. Los padres de los alumnos que debían colaborar en el trabajo comunitario andaban desperdigados. Justo en estas fechas, estación de lluvias incipiente, comienza la temporada de “farming” y los terratenientes contratan agricultores a cambio de comida y un pequeño jornal. Por contra, a la mayoría, nosotros les habíamos ofrecido sólo comida y  bebidas. En eso consiste el trabajo comunitario y voluntario. Era lo convenido, pero en Ghana lo convenido es papel mojado por muchas reuniones previas que hayas tenido.

Así que ahí estábamos. El Pastor con su Biblia, algunos fieles secundándole -sin trabajar, pero haciendo bulto- y el blanco poniéndose colorado de indignación. Cargamos 100 bolsas de cemento, un camión entero de grava y fuimos a buscar a otros trabajadores. Las mujeres colaboraron más que nadie. Sus cabezas soportaban a veces 50 kilos de peso.

Me sentía un reclutador militar. Casa por casa, le preguntaba a quien abría si tenía hijos en nuestro colegio. Si era así, me los llevaba de una oreja. Era un auténtico baefono. Un auténtico capataz. La cabeza volvía a darme mil vueltas. Por fin, a la hora de la comida, las doce del mediodía, reuní una cuadrilla y empezamos a trabajar.

Como en todas las obras, a pesar de la planificación, los presupuestos y todo lo que ustedes quieran, los materiales no fueron suficientes y los plazos no se cumplieron. En una semana, fundimos casi todo el fondo de compensación que había reservado -20% extra-, pero al final, estirando, reduciendo bebidas y transportes, economizando y solicitando nuevos apoyo llegamos a puerto.

Hubo que hacer dos viajes más a Kasseh, comprar más madera para la estructura, más planchas de aluminio para el techo, recuperar unos clavos olvidados en la ferretería y discutir con unos y otros, además de hacer frente a situaciones curiosas.

Ya saben que en Ghana, los funerales son una fiesta y todo el mundo que está invitado acude, sí o sí, tenga o no que trabajar. En nuestro caso, se celebraba un funeral por un familiar lejano de uno de los trabajadores. Era una persona muy querida y los festejos comenzaron en la comunidad un jueves y terminaron un lunes. Perdimos cuatro jornadas de trabajo -aquí los sábados son laborables- y no se podía hacer nada, salvo dar el pésame  y esperar.

Sueño hecho realidad

Por fin, el 6 de junio terminamos la primera fase. Hemos mejorado sensiblemente la situación que encontramos en noviembre. Tenemos un espacio suficiente para que 97 niños y niñas den clase con cierta normalidad y lo hemos hecho con la época de lluvias encima. Nuestra estructura les cobija ahora con seguridad. Cinco líneas de ladrillo a la vista en las paredes -más dos bajo tierra que sostienen la construcción-, un suelo de cemento, tejado de doble hoja de aluminio y pilares y vigas resistentes e integradas en el entorno. Los niños no han estudiado en un lugar así en su vida. Estamos satisfechos. Esperamos que ustedes también.

La educación en Ghana, como en toda África, es fundamental y precaria. El 35% de la población en este país es analfabeta. En esta región la estadística alcanza el 65%. Construir una escuela es dotar de una pequeña esperanza a la comunidad. No creo que ninguno de los 97 menores que tengo delante ahora llegue nunca a la universidad. Lo digo con pesar. Con mucho pesar. Pero también creo que estos 97 elementos sabrán leer y escribir cuando salgan de aquí, se expresarán correctamente en su lengua local y en inglés, el idioma oficial, conocerán las cuatro reglas de matemáticas para desenvolverse en el mercado y puede que tengan una oportunidad de mejorar sus vidas. Con eso nos basta.

Hemos pasado muchas noches sin dormir, nos hemos dejado la garganta, he estado a punto de practicar el canibalismo, incluso el magnicidio al querer atentar contra el Pastor y nos hemos sentido engañados y defraudados en algunos momentos por los líderes comunitarios, los obreros, los servicios sociales y los proveedores. Pero también hemos disfrutado mucho. Hemos sacado fuerzas de flaqueza, hemos encontrado gente maravillosa y desinteresada dispuesta a no dejar que nos rindiéramos y, lo más importante, hemos cumplido el objetivo de construir una escuela digna. Los fondos los han aportado ustedes, lectores, visitantes, amigos, familiares. Qué podemos decirles. Gracias por hacer este sueño realidad.

Las visitas de estos días, Ana y Rafa, han traído más fondos y hemos decidido, con el apoyo de las personas implicadas en el proyecto, ampliar una clase más, separar los ambientes y lograr más espacio y comodidad para los alumnos. Nos cuesta unos 1.500 euros al cambio. Y en eso estamos, otra vez reclutando obreros, comprando material y empantanados hasta las orejas. Pero felices. Gracias por el apoyo y la confianza, de verdad.


Síndrome de Baefono

Hoy es uno de esos días en los que le perdonarías a Fito la traición a Los Platero. Uno de esos días en los que necesitas escuchar canciones tristes, sencillas y melancólicas para ver si las desgracias de los demás te suben el ánimo. Quieres sentir cómo Camarón se desgarra la única camisa que tiene o cómo Morente se rompe la garganta por dedicarte un cante. Hoy te gustaría que el maestro Rosendo saliera de Carabanchel para gritarle a los cuatro berberechos de la administración de Ghana, a los mismos que te ponen tantas zancadillas, que son unos flojos de pantalón.

Es un día gris y te cubres los rizos con el pañuelo a cuadros de Kutxi, sacas el trabuco, acomodas la faca en la faltriquera y subes el volumen para que se estremezcan las palmeras de Futuenya. Necesitas ruido y rock and roll, hacer un brindis al sol con Los Enemigos. Hasta el Rulo, recién huido,o el Yosi, suavemente, se dejan caer por este lugar perdido de África Occidental. Así podría seguir con la banda sonora de estos meses, pero ustedes están aquí para leer un post, no para escuchar música.

Aquí se vive cada momento con verdadera intensidad. A veces te toca hacer frente a dificultades y las fuerzas merman, se derriten, no sólo por la temperatura. También tiene que ver con la idiosincrasia del país, la forma tan distinta que tenemos de resolver las situaciones. El caso es que a veces el cansancio te suelta un derechazo y te vas contra la lona, miras al tendido -no ves nada- y estás a punto de tirar la toalla. Luego recuerdas unas cuántas cosas: la sonrisa de los niños, la capacidad de resistencia de estas gentes, la vida a borbotones que emana de cada chabola… Entonces te levantas, dispuesto a parar otro golpe.

A veces son cosas cotidianas. La luz y el agua se van a diario. Es algo normal y hasta puede parecer divertido la primera vez. O el primer mes. Pero resulta que es lunes y vienes de jugar al fútbol, con arena hasta en las orejas, los pies negros, la camisa adherida a la piel. Y no tienes ducha para lavarte. Y te da vergüenza quejarte porque los vecinos no tienen agua para beber. A su lado eres sólo un baefono protestando sin adaptación al medio.

Pero es que otro día vienes de Acra, bien podría ser un martes, y esta vez se te dio mal de verdad. Tardaste cuatro horas de ida y cuatro de vuelta, metido en un tro-tro que paraba cada cinco minutos. Estabas pegado al asiento. Lo compartías con otra persona. Tuviste mala suerte y ni siquiera lograste uno propio. Sudabas. Y el olor en el vehículo era intenso porque quien viajaba cerca de ti acudía al mercado de Kasseh para vender cuatro tilapias y un puñado de peces ahumados -que no sabes nombrar en español- . Y era tan temprano que se te revolvió el estómago. Y a punto estuviste de liarla con un amago de vómito. Y te hubieras convertido en un baefono blandito y quejumbroso.

Y en Acra, según ibas hacia la administración, recordaste las palabras de la máxima autoridad judicial del país. Se llama, Teodora y te la encontraste hace meses en el pueblo, cuando inauguraron el mismo juzgado en el que han pretendido timarte hace unos días. “Nadie debe pagar un soborno por un trámite administrativo legal”. Y sabes que es mentira. Te hacen esperar horas y horas sentado en una silla incómoda, sin darte ninguna información. Hablan de ti en su lengua local lanzándote miradas furtivas. La guerra psicológica está en marcha. Y se sienten vencedores porque son los dueños del tiempo y saben leer tu ansiedad. Y te han visto tres veces en esa ventanilla. Y saben que van a ganar. Pero esta vez no ganan. Porque te rebelas. Y por eso te ha tocado comerte este viajecito a Acra, de gratis, por listo y por blanco.

Y si no es la funcionaria de turno, lo será el policía que te da el alto en la carretera. Te mira con cara de perdonarte la vida, te pide los papeles, revisa tu pasaporte y te indica que, si quieres seguir, debes darle una propina. Y te niegas, como siempre, con una sonrisa, levantando las gafas de sol, mostrando que tú no ocultas nada, que no tienes miedo, que eres un voluntario que ayuda a la comunidad. A su comunidad. A sus hijos. A los de su hermana. Y a los que se ponen por delante. Tú no vas pidiendo papeles a nadie para echar un cable.

Otro día cruzas la frontera por Aflao, otra vez, con dirección a Togo, porque es más fácil este trámite que pelear durante días, semanas o meses con otra funcionaria amargada y estreñida en la oficina de inmigración de la capital del país. Para que te dé largas, luego, alegando que el tipo que firma la solicitud se ha marchado justo dos minutos antes de que llegaras. Y tendrás que regresar en otro momento. Siempre se va cuando tú apareces. Qué casualidad.

Pero no hay problema, tú eres duro y llegas fácilmente a Lomé. Y lo pasáis bien porque es una ciudad agradable cuando se va de turismo. Y tiene mucha alegría en sus calles. Y algunos restaurantes buenos. Y lugares donde la música te hace vibrar. Y la mujer de un suizo, togolesa, te corta el pelo gratis, por el placer de hacerlo. Y te reconcilias con África. Y con sus gentes. Y todo es maravilloso.

Y resulta que es la Final de la Champions League y Monsieur Mariscal Didier Drogba marca para el Chelsea cuando va a expirar el partido. Y el tipo es tan machote que tira el penalti decisivo y marca. Y no le importó haber fallado unos meses antes frente a Zambia en la final de la Copa de África. Él es un señor, un ganador y representa el espíritu de este continente. Y por eso en todos los bares de Lomé, de Ghana, dicen que de Burkina Faso, Níger y, por supuesto, Costa de Marfil se celebra esta victoria como propia. Tan necesitada está África de victorias que con poco se conforma. Y tú también estás feliz. Porque te gusta ver a la gente contenta aunque sea por el resultado de un partido de fútbol.

Y con ese buen rollo regresas a la frontera, con las pilas cargadas, para volver a casa, donde te espera la rutina, el trabajo, el esfuerzo, las dudas, la lucha, la satisfacción. Pero te encuentras a otro policía que deja pasar sólo a Elena y a ti te retiene diciendo estupideces que no son verdad. Ambos sabéis que sólo quiere sacarte un poco de dinero. Los funcionarios cobran poco y siempre te la lanzan, por chicuela. Pero tú envidas a grande. Tu lenguaje corporal dice que no vas a pagar. Ni al tipo que quiere cobrar un cedi por ver que tienes la vacuna de la fiebre amarilla en regla ni al jefe fronterizo que durante una hora sigue haciendo preguntas absurdas para ver si te coge en un renuncio. Aguantas, aguantas, estás tranquilo y al final cruzas la barrera. Pero detrás vienen tres holandesas, jóvenes, voluntarias y escuchas cómo les piden 150$ por una visa que no vale más de 30$. Y no te dejan volver atrás y ellas no alcanzan a ver la seña que les haces, dúplex, para que no les estafen, para que estén firmes y no se rindan. Pero ceden. Son víctimas de este atraco legal. Estamos a mediados de mes. Cedis a la buchaca para un miembro destacado de la burocracia de un país de renta media.

Y otra vez vuelves a la administración de Acra, cada vez más desanimado. Ya no sabes qué día es, tal vez miércoles. Estás en el Registro General para que te den un papel importante. Vuelva usted mañana. Y vuelves. Venga otro día. Y regresas. Pague usted una tasa, pero no le doy recibo. Y preguntas en tu Embajada. Y te dicen que es así. Entonces 300$ te parecen demasiados. Y lo dejas en 200 cedis porque, señor corrupto, soy voluntario y eso es más de lo que pagamos por el alquiler de la casa un mes. El tipo te mira con indiferencia. A la vez que resuelve tu trámite, se hace con un bolso para su mujer. Ese es el impuesto revolucionario que una ciudadana ha pagado para acelerar su gestión.

Si no lo haces, tu solicitud dormirá el sueño de los justos. Y te revuelves. Y lo dices. Y vuelves a informar a tu Embajada. Y sientes impotencia. Y todo el mundo sabe que es un soborno pero nadie hace nada. Y tú no te lo explicas. Y sabes que en España a ellos les tratan peor. Pero tú no tienes la culpa. No tienes que pagar porque tu Gobierno y el de la Unión Europea blinden sus fronteras, ni porque tus policías tengan comportamientos racistas ni por tantas otras historias a las que precisamente te opones. Y no sabes por qué ocurre esto. Y no quieres que ocurra. Y es una vergüenza y todo el mundo parece estar en el ajo.

Sales a la calle con las manos en los bolsillos, eres un soldadito marinero que camina, sin prisa, por un asfalto que se te pega a las suelas con cada paso. Y te llaman blanco. Obroni. Y te chistan. Y quieres que te dejen en paz. Que no te molesten. Que no te traten como si fueras un marciano. No quieres que cada dos minutos te pregunten adónde vas, qué haces aquí, cómprame un puñado de cacahuetes. Quieres un poco de tranquilidad. Rumiar tus circunstancias. Confundirte en el caos de los coches sin que te atropellen. Sí, eres un urbanita y a veces el anonimato de la Gran Vía no es tan malo. Entonces te acuerdas de una noche, junto a Dani, en Lavapiés, hace una eternidad. Y de una pintada que os llamó la atención. «Al César lo que es del César…. 23 puñaladas». Y sientes que llevas unas cuantas en la espalda.

Estáis construyendo una escuela para niños pobres de la calle. Trabajas en la Radio comunitaria. Elena lo hace en el hospital. No hay regalos para todos. Vivir en África Subsahariana es apasionante. Pero también duro. Y difícil. Hay muchos momentos.

Llegas a Ada en viernes y quieres encontrarte con un amigo para tomar una cerveza. No están. Los colegas locales desaparecieron cuando dejaste de pagar las consumiciones. No quieres que miren más tu billetera. Así que coges una caja de birras y te vas para kely. Este no es un lugar bucólico. Aquí la miseria es sangrante. Nadie tiene para vicios. Si el blanco paga, todos contentos. Si no, mala suerte, ya vendrá otro. Por eso, te encierras y pones otra vez música. Y te imaginas en el Maneras, en el corazón de Chamberí. El barrio de tu padre. Y tu última morada antes de partir hacia estas tierras. Y recuerdas a Carlos, su mirada comprensiva, mesándose los cabellos, haciéndose la coleta. Le ves encendiéndose un cigarro de esos que ya no le dejan fumar. Te abre una Mahou. Él se pone otra. Y chocáis los tercios, en silencio. Y aparece Eloy. Y comparte la escena, con discreción, ajustándose las lentes y dando un trago corto a su botella sin plomo.

Pero fue un espejismo. Ahora estás sentado a la mesa, para el desayuno o la cena, cualquier día, sucede siempre. Encuentras los rostros desesperados de mocosos de cinco años pidiéndote las sobras. Josaia, Forgive, Mesi, Eduard, Enok, Prince, Benedicta…Y te revuelve. Y te indigna. Y no sabes si cerrar la ventana y meterte debajo de la mesa. Porque ellos no se van. Te acompañan sus voces: “baefono, biscuits”, “baefono rice”, “baefono, baby chop chop”. Y conoces a la familia. Habéis intentado ayudarles. La mujer tiene 40 años y acaba de tener su decimoprimer hijo. No puede alimentarlos a todos. Un día sacasteis comida. Poco después había una fila de gente aguardando su ración. Y si no das nada, se quedan en tu puerta. Claro que lo comprendes. Tienen hambre y el hambre es cruel. Y tú tienes dinero. Al menos más que cualquiera de los que te rodean en la comunidad. Y ellos ni saben ni quieren entender que eres voluntario. Y que esto será pan para hoy y hambre para mañana. Y seguirá mientras no haya trabajo ni reparto de la riqueza. Ni lleguen a las personas los dividendos de ese petróleo que dibuja cifras magníficas en las estadísticas del país. La Noruega de África le dicen a Ghana. Pues estos no viven como noruegos, ni siquiera como griegos.

Por fin, llega la noche. Y te acuestas. Estás cansado, derrotado, quieres descansar diez horas. Pero comienza un funeral. La misma música machacona de siempre en la Iglesia de Pentecostés. Durará todo el fin de semana, como poco. No se puede dormir. La comunidad está de fiesta una semana tras otra. No tendrán para cubrir las necesidades básicas pero se empeñan hasta las cejas para despedir a los suyos con dignidad. Y es bonito, pero jode cuando están en la ventana de tu dormitorio. Feligreses danzando con sus linternas, chupando whisky en monodosis de plástico, bebiendo a gollete licores destilados en cualquier caseta y vino de palma caliente y fermentado dos días antes. Velan a sus muertos. Y tú eres insensible por querer planchar la oreja.

Y ya es por la mañana, temprano. Y empieza otro día. No tienes mucha energía, pero te levantas y vas al baño. Sigue sin correr agua por el grifo. Y Mr Narty tiene puesta la radio desde las seis de la mañana. La sintonía de Radio Ada te taladra la mollera. El casero es simpático, tienes un montón de anécdotas con él, pero también es un viejo avaro que sólo mira la pasta. Hoy toca limpieza. Te dice que sí. Siempre dice lo que que quieres escuchar. Y es una pena. Porque es falso. Y pasará un día. Y otro. Y al final lo harás tú, a pesar de haber pagado por ello y pensar que generas empleo local.

Y traerás gente a dormir a tu casa y te dirá que pagues un extra por ellos. Porque gastan luz y agua. Pero si apenas hay luz ni agua. Y siempre querrá más. Y no tendrá en cuenta que pasas mucho tiempo con sus hijos, educándoles noche a noche, que cuidas su hacienda cuando no está, que le ayudas con las tareas, que confías en él. No. Sólo le importa tu dinero. Y eso también duele. Porque tú no eres un hombre de negocios. Ni te interesan. Él es un pobre diablo que no mira más allá de hoy y no valora más que los billetes que guarda bajo llave. Y cansa ponerse siempre en el lugar del otro porque nunca nadie se pone en el tuyo. Y así también es África. Y todo esto te ayudará a crecer, lo sabes. Pero a veces no quieres crecer más. Ya te ves bastante talludito. Da igual. Esto son emociones fuertes.

Tu espalda burguesa necesita un colchón adecuado o un sofá. Y tu paladar, un café de verdad. Y tu corazón necesita ver el rostro de tu madre. Y de tus hermanos. Y te llaman. Y te gusta. Y les echas de menos. Y no te rindes porque ellos se sienten orgullosos de ti, de Elena, de lo que hacéis.

Te encuentras con algunas personas con las que colaboras. Saben que te marchas a finales de agosto o a primeros de septiembre, nunca prestan atención, por más veces que lo digas. Y entonces saben que se les acaban las oportunidades de quedarse con algunos cedis más. Y aprietan. Y se quitan las caretas. Y tú les dices: “Los billetes no son mangos. No crecen en los árboles”. Y se ríen. Se ríen mucho. Y a ti no te hace ni puta gracia porque estás muy serio. No son todos. Son algunos. Pero son de tu círculo y te cogen con la guardia baja.

Y encima siguen las nubes. Y vienen las lluvias que aquí son como diluvios universales. Y los casos de cólera se disparan. Y hoy se habla de 17 muertos y 640 casos sólo en Acra el último mes. Y otros dicen que hay más. Y el cerco de la malaria se estrecha. Y la gente enferma. No tienen mosquiteras. Viven junto a aguas estancadas. Serán víctimas inminentes. Y se lo dices a los curas, a los pastores, a los reverendos, a los chiefs, a los líderes comunitarios. Y hablas con el gobierno local. Y te dicen que vayas a rezar. Y tú no quieres rezar. Y te miran como si fueras un blanco que no se entera de nada. Y la cabeza te da vueltas. Y dicen que no les entiendes. Te responden que tú eres baefono y los sábados te vas a la piscina. Y los fines de semana bebes vino. Y una vez fuiste a una isla privada. Y te piden más plata. Te preguntas si hacía falta venir para esto. Te enfadas mucho. Y entonces reculan. Se achantan. Y estás tan confundido que sólo necesitas escribir este post o que suene una canción. “Es sólo una canción pero me siento mejor”.


Tras los barrotes

Hace más de 10 años que entré por primera vez en el talego. Por suerte fue como visitante. Ocurrió en Valdemoro. Todos los sábados un grupo de voluntarios de la ONG Solidarios para el Desarrollo se reunían en una cafetería del barrio de Moncloa. Desayunaban antes de ponerse en marcha hacia diferentes prisiones de la Comunidad de Madrid. Otros voluntarios hacían lo mismo en Granada y Sevilla.

Aquella primera vez para mí nos acompañaba la escritora Espido Freire. Ella parecía más nerviosa que yo. Sin embargo, poco a poco fue metiéndose a los internos en el bolsillo. Dio una charla distendida y agradable. Acababa de ganar el premio Planeta y empezaba a despuntar en España. Lo que es la vida, ahora me ha dado por acercarme a aquella novela, “Melocotones Helados”, que descubrí con su autora en la cárcel.

Y es que la cárcel marca. Incluso cuando uno va de visita. Impresiona cuando se abandona. Llevo grabado en la memoria auditiva el estridente sonido de la última puerta que se cierra una vez que sales. Tú estás fuera. Ellos están dentro. Qué mal rollo. Igualmente, llevo grabado el mismo sonido de la última puerta que se cierra una vez que entras… ¿y si te quedas ahí? Qué mal rollo también.

Los voluntarios organizaban aulas de cultura en las cárceles, partidos de fútbol, exposiciones de fotografías, recitales de poesía y talleres de teatro y crecimiento personal. Xavi, periodista y agitador social, incluso montó una revista literaria de gran calidad escrita por internos, El Espejo del Perro, en el Centro Penitenciario de Soto del Real.

Solíamos decir que estas actividades, conferencias, presentaciones de libros o películas eran un soplo de aire fresco en un ambiente viciado. Silvia, Marisa, Sonia, Ada, Cristóbal, Juan, Beatriz, Alfonso, José Carlos, Carmen, María José, Quique, Chema, Teresa, David, Cristina, Alberto… eran los fijos cada semana. Algunos todavía siguen.

Personas y nada más que personas

La lección que aprendí en mis visitas a las prisiones es que los internos son personas. Ya ven, lo mismo les parece una obviedad. Pero con demasiada frecuencia se olvida.

Quienes allí nos esperaban habían cometido errores, delitos graves o auténticas barbaridades, pero eran personas en cualquier caso.

Recuerdo haber tratado con internos que menudeaban con droga, con otros que hacían de correo en vuelos directos que les llevaban del aeropuerto de Bogotá a prisión por cargar cantidades ingentes de cocaína encima, un preso del GRAPO cuya causa parecía ya desfasada y que seguía chupando condena sin esperanza de que fuera revisada, algún hombre de negocios influyente que había ocupado muchas portadas en prensa encerrado por asuntos turbios y pobres diablos a los que habían cogido con las manos en la masa dando un palo en una gasolinera.

Evitábamos preguntar por qué estaban allí. La sociedad, o la justicia para ser más exactos, ya les había juzgado. No queríamos que nos influyera su delito a la hora de tratarlos. Pero a veces era imposible no saber. Ellos no solían tener problemas en airear su curriculum. A todos, el juez les había tratado con demasiada dureza, su abogado defensor era un paquete y lo que de verdad había pasado es que se encontraban en el lugar equivocado y todo era culpa de las malas compañías. “Dame un trujas, colega, y a ver si nos encontramos fuera”. La libertad, cuando uno está en la cárcel, se convierte en una obsesión. Supongo que lo entienden.

Los centros de reclusión que yo he visitado: Valdemoro, Navalcarnero y Soto del Real precisaban mejoras. Una mano de pintura, una calefacción que funcionara mejor, más aparatos para el gimnasio, una biblioteca más completa, menos densidad de población por módulo, servicios y duchas un poco más decentes, más funcionarios para tantos presos, comida más variada, así como más asistentes sociales, más orientadores laborales, más psicólogos especializados y más recursos en los servicios sanitarios o programas de reinserción más desarrollados. Pero parecían lugares donde vivían personas. No eran tan desagradables como a veces los pintan la literatura o el cine.

Peor que a los animales

Hace cinco años, Elena y yo fuimos juntos a Brasil y navegamos una parte del río Amazonas, desde Manaos a Tefé, una pequeña ciudad enclavada en el corazón de la selva. Allí nos acogió el padre Melòn, de Togo, y su congregación de misioneros combonianos. Conocimos su trabajo social, admirable, y entre sus actividades estaba la de visitar semanalmente la prisión del lugar. El olor nauseabundo, el hacinamiento de personas en las celdas y la suciedad que les rodeaba nos dejaron impresionados. Fue un descenso al infierno. La imagen que yo tenía de las cárceles era otra, más humana. No digo que en España se trate de hoteles, porque no lo son, pero desde luego que se apreciaba una gran diferencia.

 Hace pocos días, en Ada Foah, fuimos a la comisaría de policía por un simple trámite administrativo. El oficial que atendía el mostrador no sabía resolverlo así que se fue a buscar al jefe, que vive en la parte de atrás del pequeño edificio policial. Es una especie de casa cuartel, como las que abundan por la geografía española y albergan a las familias de la Guardia Civil.

Durante su ausencia, aprovechamos para husmear. A la izquierda del mostrador, se encontraba el calabozo. Era una habitación de 3 x 3 metros y estaba oscuro. No había ventanas ni luz en el interior. Se escuchaban unas voces. Nos pegamos a los barrotes y vimos un panorama desolador. Varios hombres a medio vestir, sin un lugar donde hacer sus necesidades, sin camas donde acostarse, con colchonetas repletas de todo tipo de manchas y el mismo olor, la misma suciedad y la misma falta de higiene que hace años habíamos percibido en Tefé.

Amnistía Internacional denuncia

Días después, Amnistía Internacional presentó un Informe sobre la situación de las prisiones en Ghana y sus conclusiones son demoledoras. El hacinamiento es común en las cárceles de este país. Las infraestructuras son menos que mínimas. La comida es escasa y de mala calidad. Muchas veces son los familiares de los presos los que tienen que llevar los alimentos. Las condiciones sanitarias son precarias y la higiene brilla por su ausencia. Muchos internos orinan y defecan en un cubo de plástico, a la vista del resto de compañeros de celda. El agua es escasísima y no da para asearse.

Además, el sistema judicial es lento hasta decir basta. Actualmente, hay 3.000 personas encarceladas sin haber sido acusadas por un tribunal. Están esperando juicio. Algunas llevan años de tensa espera y siguen sin tener una fecha de audiencia.

Los condenados a muerte en Ghana -la pena capital sigue vigente aquí y el debate no parecen abordarlo los gobernantes- están separados de otros internos y no se les permite realizar actividades en los patios. Esto agrava su condena. En el momento de publicarse el informe había 138 personas esperando ser ejecutadas, aunque hace unas semanas otra más ha sido condenada a la horca.

Amnistía Internacional también dice que en muchas celdas no hay camas, ni siquiera catres,, sino colchonetas en el suelo. En ocasiones, cubren toda la superficie. Los cuerpos están unos junto a otros y no hay espacio vital para moverse o levantarse sin pisar o incordiar a la persona que duerme al lado.

En nuestra visita a la cárcel brasileña recuerdo que vimos hamacas. Aquí las colchonetas no superan los diez centímetros de grosor, están sucias y parecen tener muchos años de uso y haber servido a muchos inquilinos, sin una sábana que las cubra. El suelo está repleto de cucarachas y de otros insectos. Crecen, se reproducen y campan a sus anchas entre la suciedad. El clima tropical y la humedad tan elevada también aumentan la densidad del ambiente. Aquí sí que está viciado y ahora no es una metáfora.

Funcionarios, no carceleros

En Ghana muchos de los internos no han podido entrevistarse ni una sola vez con sus abogados sin la presencia de funcionarios que escucharan sus conversaciones. Imaginen qué impotencia deben sentir si ni siquiera pueden hablar con libertad.

Los testimonios de algunos funcionarios de prisiones coinciden con las denuncias de la organización de derechos humanos. Ellos también quieren cambios. Esta actitud es clave. Igual que en España. En mi experiencia y en la de otros voluntarios que llevan años trabajando en el entorno penitenciario, la gran mayoría de los funcionarios tampoco son como los de las películas, sino que también se trata de personas -otra obviedad- que hacen un trabajo público y no disfrutan con el sufrimiento ajeno, por lo que no tienen tendencia ni interés en agravarlo.

Entre los presos se dice que el funcionario lleva más condena que el interno. Al fin y al cabo a ellos los soltarán en unos años. Los otros tienen que esperar hasta la jubilación para dejar la cárcel.

Para que las prisiones cumplan su verdadero papel de reinserción es clave respetar las condiciones humanas en el trato a los internos. Nadie merece vivir en la inmundicia por muy grave que sea su delito. Los presos también tienen derechos humanos.

Un Estado democrático lo es más cuando protege a los más débiles de su sociedad. Y las personas encarceladas son un colectivo vulnerable. Recientemente, en Ghana se ha aprobado una ley por la que los presos podrán votar en las Elecciones Generales de diciembre. Es un buen avance, pero las autoridades podrían continuar y mejorar las condiciones de vida de quienes viven privados de libertad, al menos hasta alcanzar lo que marcan los tratados internacionales firmados y ratificados por el Estado ghanés. No es un capricho sino una obligación.

Ghana es un país que despierta en el escenario financiero africano y que atrae inversión extranjera. Es clave en la región y sus indicadores económicos son permanentemente reconocidos por la comunidad internacional e instituciones como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional. No vale sólo con crecer en términos estadísticos para avanzar como país y como sociedad. Si Ghana no crece en respeto a los derechos humanos, su desarrollo será incompleto y seguirá siendo un país pobre.